Fue una guerra
Jordania y Uruguay jugaron por el pasaje a Brasil 2014.
Foto: fifa.com
Amán, Jordania, 13 de noviembre de 2013
El capitán le extendió su mano sudorosa. Le había llamado la atención la pollera corta. Cuando su mirada llegó al tobillo y subió hasta las nalgas, se olvidó del partido. En Turquía, el conserje del hotel, un porteño piola, le había advertido sobre la belleza de la reina: “Es la mujer más hermosa del mundo. Dicen que el dos jordano se la voltea de canuto. Tené cuidado con ese chabón. Tiene cuatro huevos, como vos”.
Pero el capitán solo pensaba en el partido y no le dio pelota. Para zafar de la conversación, le batió: “Los de afuera son de palo”. Pero ahora, a minutos de empezar el partido, la tiene enfrente, con la pollera corta y la mano extendida. Vino especialmente a saludarlo. El capitán es el capitán. Ella, la anfitriona.
“Bienvenido”, le dijo en impecable español la reina Rania de Jordania. “Un gusto, mi reina”, le respondió en perfecto turco, para impresionarla, Lugano. Había jugado cinco temporadas en Fenerbahçe y manejaba el idioma al dedillo. Sin embargo, la susodicha reina no conocía una sola palabra de turco. Lo miró en silencio, como pidiendo clemencia. El capitán, tenso, estiró el brazo y le dio la mano empapada en pavor. Bajó la mirada.
Frente a ellos, 20.000 jordanos aplaudían enardecidos a la reina en el Estadio Rey Abdalá. Los jordanos nunca habían clasificado a un Mundial. Y esta vez, estaban a un paso. Era una cuestión de Estado. El rey había ordenado días antes dejar en cada una de las cuatro suites arbitrales un sobre con 100.000 dólares y una breve esquela escrita de su puño: “Jordania goes or goes”. Pero el mensajero confundió el hotel y cuatro alegres eslovenos recibieron al fin la inesperada recompensa que el destino les daba por haber nacido en tan miserable país.
El partido comenzó con Jordania enfurecida, superando en todas las líneas a un acobardado Uruguay. Como una manada de perros hambrientos que al contemplar una mísera rata solitaria la rodean y muerden con maldad, turnándose en sus arremetidas uno a uno repetidas veces, y ésta, sabiéndose perdida, queda petrificada de pavor hasta que al fin los salvajes cimarrones logran darle caza y la devoran, del mismo modo, atacaban sin tregua los delanteros jordanos ante la indefensa defensa uruguaya que aguardaba conmovida.
La primera jugada de peligro en favor de Uruguay llegó recién en el minuto 40, tras aguantar un cero a cero casi milagroso. Un potente saque de arco de Muslera, junto con un afortunado despeje fallido de un defensa rival, desembocó en córner. Suárez levantó el centro y la pelota que giró y rebotó errante varias veces como una mosca aturdida pegó en la rodilla del capitán y salió disparada. Se coló en el ángulo inferior izquierdo del arco, pegadita al palo, picando, lastimosamente, sin convicción.
Lugano abrió los ojos, vio cuando pasaba la raya, levantó los brazos y gritó “Gaaaaaaaaaaaaa”. Empezó a correr hacia el banco de suplentes, políticamente correcto, para compartir la alegría con el grupo, como un capitán, como El Capitán.
Entonces, antes de chocar su pecho con el chico pecho del Flaco Fernández, levantó la mirada un segundo y la vio en el palco oficial, con una sonrisa que partía al medio el silencio del Rey Abdalá. Del estadio, y de su esposo, el Rey Abdalá II, que en la silla de al lado fruncía el ceño y, conservando la etiqueta propia de un monarca de estirpe, gritaba en árabe: “Fue orsai, cuervo, fueorsai”.
Uruguay ganaba con gol de rodilla de Lugano. De Lugano. De rodilla. La misma que cinco minutos después se enterró de lleno en medio del abdomen de Amer Deeb, el dos jordano, líder moral de la patria, capitán de la selección de fútbol y poseedor de la copia de la llave del candado del cinturón de castidad de la reina, a la que frecuentaba asidua y clandestinamente.
El juez entendió que la jugada carecía de intención malévola —el inocente rostro de Lugano al cometer la falta así lo sugestionó—, por lo que lo amonestó con amarilla y el partido siguió sin más sobresaltos ni Amer Deeb. El golpe moral fue un knock out.
Al terminar el encuentro, Abdalá II, de muy mala gana, recibió a la comitiva uruguaya en el palacio real. El evento estaba organizado de antemano: la victoria jordana era algo que el rey daba por hecho y una fiesta en su palacio con el team rival no sería más que la frutilla sobre la torta de la clasificación mundialista. Otra demostración real de su poder real.
Pero las circunstancias fueron otras, y el evento protocolar duró lo que duró su encantamiento por Rania. El rey, junto con la reina y los pequeños príncipes y princesas, saludaron a los jugadores, les entregaron algunos regalos y se retiraron a sus aposentos reales. Antes de la medianoche, los uruguayos fueron trasladados al hotel. Nadie notó la ausencia de Lugano.
Al día siguiente apareció en el aeropuerto como si nada, con una sonrisa tan pícara como aquella. Era hora de volver.
Montevideo, Uruguay, 20 de noviembre de 2013
A minutos de empezar el partido de vuelta la tensión en el aire se corta con trincheta.
El jueves, cuando el plantel aún no había pisado suelo oriental, salió Búsqueda y reveló la primicia: “Lugano secuestra reina jordana garcándose en la hospitalidad anfitriona”. Horas más tarde, en Jordania, el rey Abdalá II anunció que tomaría represalias. El descontrol en su país era total. No solo se había perdido un partido impensado, se había perdido la dignidad frente a una selección cuyo nombre ni siquiera podían pronunciar.
El viernes, los titulares de los diarios uruguayos fueron contundentes: “El gobierno nos conduce a una guerra catastrófica”, tituló El País. “Se aproxima la guerra: los empresarios exigen subsidios”, tituló El Observador. “Se pudrió todo”, tituló La Diaria. “El presidente entrega la ceibalita 1.235.000 en Cardona”, tituló La República.
Pero la guerra no sucedió. Finalmente la ONU se la jugó por Uruguay, entendió que la huida de la reina de un país insignificante con su amante a otro país que tampoco nadie conocía no constituía razón suficiente para una guerra que borraría del mapa a este país desconocido pero con un presidente tan simpático. Anunció que si Jordania emprendía acciones bélicas contra Uruguay, una coalición internacional liderada por Estados Unidos ocuparía ese país para liberarlo tanto de la tiranía absolutista de un rey cornudo como de todo rastro detectable de petróleo, gas natural y adolescentes vírgenes.
El rey Abdulá inmediatamente echó para atrás. Precisaba a las adolescentes vírgenes para otras cuestiones. No quedaba otra: el destino de ambos pueblos se definiría en el Estadio Centenario.
El omnipresente Alá contempla atentamente el partido desde lo alto del celeste firmamento. Tras 90 minutos de insoportable abulia en los que ninguno de los dos equipos logró siquiera aproximarse al arco rival, no resiste la tentación y haciendo uso de sus poderes divinos decide intervenir. Desciende sobre el estadio y se encarna en el nueve jordano, Hassan Abdel-Fattah, goleador de su selección y estrella del equipo.
Los relatos de Víctor Hugo resuenan en las radios y televisores de tres millones de almas que escuchan estremecidas. “Se mueve como un bailarín de ballet, como una gimnasta olímpica, un Barishnikov del balón, una Comanecci del esférico, elude a uno, a dos. Ágilmente se mete en el área y busca el ángulo para fusilar a Muslera”.
Lugano, impertérrito, no cesa en su afán de seguirlo, hasta que arrete. Como el intrépido trapecista que sobre la cuerda floja camina y, llegado el momento más crítico de su travesía, una frágil mosca se posa en el punto más lejano de su eje de simetría haciéndolo caer estrepitosamente, del mismo modo Hassan Abdel-Fattah, golpeado brutalmente por el dos uruguayo en su tibia, cae para no volver a levantarse. Roja directa para Lugano. Fractura expuesta para el jordano. Penal en contra. Minuto 95.
¿Quién más podría patear el penal que Amer Deeb? ¿Quién más que él podría terminar con esta brutal guerra de una vez por todas? ¿Quién, si no él, líder moral de la patria, capitán de la selección de fútbol y del aparato reproductor de la reina, podría hacerle frente a las 70.000 personas que desde las cuatro superpobladas tribunas lo increpan con fervor? “Raro, jordano, raro”, le gritan unos.
Mientras, otros entonan elegantes estrofas, cantos típicos del mundo del fútbol. “Oh jordano, oh jordano / Qué asustado se te ve / Andá pelando el mantel / que te vamos a comer. // Oh jordano, oh jordano / Preparanos a tu mujer / Preparanos a tus botijas / Que los vamos a comer”.
Es la hora de la venganza. Es este el momento de redimirse ante el mundo, ante su padre, para el que siempre fue un bueno para nada, ante el rey, que ya busca responsables para este inesperado y estremecedor fracaso, y ante el mismísimo Alá, que retornado a su morada tras la fractura que le infringiera el capitán uruguayo, observa furioso. Pero especialmente, es la hora de hacer justicia frente a la infamia que manchó a la reina Rania de Jordania.
Por primera vez, Amer Deeb la recuerda, justo cuando se apronta para patear el penal de la victoria. ¿Qué habrá hecho con ese sudamericanodescendiente? Su temperamento inextinguible no lo va a abandonar ahora. Se promete no mirar, no mirar ni una vez a la tribuna, ni a sus compañeros, ni a la reina, que desde el palco mira. No la mira, como tampoco mira la pelota en el momento de patear, no mira al arquero, no mira el arco.
Silencio. Un instante de calma en el que Amer Deeb tiene tiempo para conversar con su magnánimo espíritu, que gimiendo lastimosamente le susurra: “Ay de mí. Si pateas el penal y la pelota no transpone la línea de meta, el primero en dirigirte baldones será Hassan Abdel-Fattah. Su fractura habrá sido en vano, así como todo el esfuerzo derrochado por nuestra heroica selección, nuestra excelsa patria, nuestro inmaculado rey, y Alá, a secas. Si anotas, te convertirás en héroe nacional, es cierto. Pero ¿es eso lo que quieres? ¿Es ese tu destino? Recuerda las palabras que tu sabio padre solía repetirte cuando niño: “Inútil Amer, no llegarás a ningún lado. Eres igual a tu verdadero padre, el inservible de Abdulá. Te haré un anuncio, que espero se grabe profundamente en tu memoria y no olvides nunca jamás: “Un día tendrás en tus pies el destino de tu patria, y lo echarás a perder, como echaste a perder al nacer el otrora terso y raso vientre de tu otrora tersa y rasa madre”””. Patea y erra. Estaba cantado.
El juez pita el final y el pueblo uruguayo estalla en un incontenible éxtasis colectivo. En medio de los festejos, el Pato Celeste irrumpe en la cancha. Nadie nota su extraño caminar, errante, lento, aturdido. ¿Es esta la mascota que tantas alegrías y buenos momentos le hizo pasar a la selección? ¿Es este el pato de la gente, del presidente, de Paco, de la garra charrúa, del mate, de las tortafritas? ¿Es este el pato de Dios? No, no lo es. En el entretiempo la inteligencia jordana ha hecho su trabajo. Lo ha convertido en el pato santo de Alá. El falso pato criollo, bandido pero criollo, oculta en su interior una inmensa bomba que detona el Estadio Centenario en menos de lo que canta un gallo. Las 70.000 personas que gritaban enardecidas se fragmentan en pedazos de carne y sangre, que riegan el Cerro y Carrasco, por igual.
En las radios sigue resonando la voz de un agonizante Víctor Hugo que, pasmado de asombro, no deja de repetir las palabras que segundos antes fueran fuente de toda dicha y de la incontenible algarabía popular: “¡Estamos en Brasil! ¡Estamos en Brasil!”
FIN
El capitán le extendió su mano sudorosa. Le había llamado la atención la pollera corta. Cuando su mirada llegó al tobillo y subió hasta las nalgas, se olvidó del partido. En Turquía, el conserje del hotel, un porteño piola, le había advertido sobre la belleza de la reina: “Es la mujer más hermosa del mundo. Dicen que el dos jordano se la voltea de canuto. Tené cuidado con ese chabón. Tiene cuatro huevos, como vos”.
Pero el capitán solo pensaba en el partido y no le dio pelota. Para zafar de la conversación, le batió: “Los de afuera son de palo”. Pero ahora, a minutos de empezar el partido, la tiene enfrente, con la pollera corta y la mano extendida. Vino especialmente a saludarlo. El capitán es el capitán. Ella, la anfitriona.
“Bienvenido”, le dijo en impecable español la reina Rania de Jordania. “Un gusto, mi reina”, le respondió en perfecto turco, para impresionarla, Lugano. Había jugado cinco temporadas en Fenerbahçe y manejaba el idioma al dedillo. Sin embargo, la susodicha reina no conocía una sola palabra de turco. Lo miró en silencio, como pidiendo clemencia. El capitán, tenso, estiró el brazo y le dio la mano empapada en pavor. Bajó la mirada.
Frente a ellos, 20.000 jordanos aplaudían enardecidos a la reina en el Estadio Rey Abdalá. Los jordanos nunca habían clasificado a un Mundial. Y esta vez, estaban a un paso. Era una cuestión de Estado. El rey había ordenado días antes dejar en cada una de las cuatro suites arbitrales un sobre con 100.000 dólares y una breve esquela escrita de su puño: “Jordania goes or goes”. Pero el mensajero confundió el hotel y cuatro alegres eslovenos recibieron al fin la inesperada recompensa que el destino les daba por haber nacido en tan miserable país.
El partido comenzó con Jordania enfurecida, superando en todas las líneas a un acobardado Uruguay. Como una manada de perros hambrientos que al contemplar una mísera rata solitaria la rodean y muerden con maldad, turnándose en sus arremetidas uno a uno repetidas veces, y ésta, sabiéndose perdida, queda petrificada de pavor hasta que al fin los salvajes cimarrones logran darle caza y la devoran, del mismo modo, atacaban sin tregua los delanteros jordanos ante la indefensa defensa uruguaya que aguardaba conmovida.
La primera jugada de peligro en favor de Uruguay llegó recién en el minuto 40, tras aguantar un cero a cero casi milagroso. Un potente saque de arco de Muslera, junto con un afortunado despeje fallido de un defensa rival, desembocó en córner. Suárez levantó el centro y la pelota que giró y rebotó errante varias veces como una mosca aturdida pegó en la rodilla del capitán y salió disparada. Se coló en el ángulo inferior izquierdo del arco, pegadita al palo, picando, lastimosamente, sin convicción.
Lugano abrió los ojos, vio cuando pasaba la raya, levantó los brazos y gritó “Gaaaaaaaaaaaaa”. Empezó a correr hacia el banco de suplentes, políticamente correcto, para compartir la alegría con el grupo, como un capitán, como El Capitán.
Entonces, antes de chocar su pecho con el chico pecho del Flaco Fernández, levantó la mirada un segundo y la vio en el palco oficial, con una sonrisa que partía al medio el silencio del Rey Abdalá. Del estadio, y de su esposo, el Rey Abdalá II, que en la silla de al lado fruncía el ceño y, conservando la etiqueta propia de un monarca de estirpe, gritaba en árabe: “Fue orsai, cuervo, fueorsai”.
Uruguay ganaba con gol de rodilla de Lugano. De Lugano. De rodilla. La misma que cinco minutos después se enterró de lleno en medio del abdomen de Amer Deeb, el dos jordano, líder moral de la patria, capitán de la selección de fútbol y poseedor de la copia de la llave del candado del cinturón de castidad de la reina, a la que frecuentaba asidua y clandestinamente.
El juez entendió que la jugada carecía de intención malévola —el inocente rostro de Lugano al cometer la falta así lo sugestionó—, por lo que lo amonestó con amarilla y el partido siguió sin más sobresaltos ni Amer Deeb. El golpe moral fue un knock out.
Al terminar el encuentro, Abdalá II, de muy mala gana, recibió a la comitiva uruguaya en el palacio real. El evento estaba organizado de antemano: la victoria jordana era algo que el rey daba por hecho y una fiesta en su palacio con el team rival no sería más que la frutilla sobre la torta de la clasificación mundialista. Otra demostración real de su poder real.
Pero las circunstancias fueron otras, y el evento protocolar duró lo que duró su encantamiento por Rania. El rey, junto con la reina y los pequeños príncipes y princesas, saludaron a los jugadores, les entregaron algunos regalos y se retiraron a sus aposentos reales. Antes de la medianoche, los uruguayos fueron trasladados al hotel. Nadie notó la ausencia de Lugano.
Al día siguiente apareció en el aeropuerto como si nada, con una sonrisa tan pícara como aquella. Era hora de volver.
Montevideo, Uruguay, 20 de noviembre de 2013
A minutos de empezar el partido de vuelta la tensión en el aire se corta con trincheta.
El jueves, cuando el plantel aún no había pisado suelo oriental, salió Búsqueda y reveló la primicia: “Lugano secuestra reina jordana garcándose en la hospitalidad anfitriona”. Horas más tarde, en Jordania, el rey Abdalá II anunció que tomaría represalias. El descontrol en su país era total. No solo se había perdido un partido impensado, se había perdido la dignidad frente a una selección cuyo nombre ni siquiera podían pronunciar.
El viernes, los titulares de los diarios uruguayos fueron contundentes: “El gobierno nos conduce a una guerra catastrófica”, tituló El País. “Se aproxima la guerra: los empresarios exigen subsidios”, tituló El Observador. “Se pudrió todo”, tituló La Diaria. “El presidente entrega la ceibalita 1.235.000 en Cardona”, tituló La República.
Pero la guerra no sucedió. Finalmente la ONU se la jugó por Uruguay, entendió que la huida de la reina de un país insignificante con su amante a otro país que tampoco nadie conocía no constituía razón suficiente para una guerra que borraría del mapa a este país desconocido pero con un presidente tan simpático. Anunció que si Jordania emprendía acciones bélicas contra Uruguay, una coalición internacional liderada por Estados Unidos ocuparía ese país para liberarlo tanto de la tiranía absolutista de un rey cornudo como de todo rastro detectable de petróleo, gas natural y adolescentes vírgenes.
El rey Abdulá inmediatamente echó para atrás. Precisaba a las adolescentes vírgenes para otras cuestiones. No quedaba otra: el destino de ambos pueblos se definiría en el Estadio Centenario.
El omnipresente Alá contempla atentamente el partido desde lo alto del celeste firmamento. Tras 90 minutos de insoportable abulia en los que ninguno de los dos equipos logró siquiera aproximarse al arco rival, no resiste la tentación y haciendo uso de sus poderes divinos decide intervenir. Desciende sobre el estadio y se encarna en el nueve jordano, Hassan Abdel-Fattah, goleador de su selección y estrella del equipo.
Los relatos de Víctor Hugo resuenan en las radios y televisores de tres millones de almas que escuchan estremecidas. “Se mueve como un bailarín de ballet, como una gimnasta olímpica, un Barishnikov del balón, una Comanecci del esférico, elude a uno, a dos. Ágilmente se mete en el área y busca el ángulo para fusilar a Muslera”.
Lugano, impertérrito, no cesa en su afán de seguirlo, hasta que arrete. Como el intrépido trapecista que sobre la cuerda floja camina y, llegado el momento más crítico de su travesía, una frágil mosca se posa en el punto más lejano de su eje de simetría haciéndolo caer estrepitosamente, del mismo modo Hassan Abdel-Fattah, golpeado brutalmente por el dos uruguayo en su tibia, cae para no volver a levantarse. Roja directa para Lugano. Fractura expuesta para el jordano. Penal en contra. Minuto 95.
¿Quién más podría patear el penal que Amer Deeb? ¿Quién más que él podría terminar con esta brutal guerra de una vez por todas? ¿Quién, si no él, líder moral de la patria, capitán de la selección de fútbol y del aparato reproductor de la reina, podría hacerle frente a las 70.000 personas que desde las cuatro superpobladas tribunas lo increpan con fervor? “Raro, jordano, raro”, le gritan unos.
Mientras, otros entonan elegantes estrofas, cantos típicos del mundo del fútbol. “Oh jordano, oh jordano / Qué asustado se te ve / Andá pelando el mantel / que te vamos a comer. // Oh jordano, oh jordano / Preparanos a tu mujer / Preparanos a tus botijas / Que los vamos a comer”.
Es la hora de la venganza. Es este el momento de redimirse ante el mundo, ante su padre, para el que siempre fue un bueno para nada, ante el rey, que ya busca responsables para este inesperado y estremecedor fracaso, y ante el mismísimo Alá, que retornado a su morada tras la fractura que le infringiera el capitán uruguayo, observa furioso. Pero especialmente, es la hora de hacer justicia frente a la infamia que manchó a la reina Rania de Jordania.
Por primera vez, Amer Deeb la recuerda, justo cuando se apronta para patear el penal de la victoria. ¿Qué habrá hecho con ese sudamericanodescendiente? Su temperamento inextinguible no lo va a abandonar ahora. Se promete no mirar, no mirar ni una vez a la tribuna, ni a sus compañeros, ni a la reina, que desde el palco mira. No la mira, como tampoco mira la pelota en el momento de patear, no mira al arquero, no mira el arco.
Silencio. Un instante de calma en el que Amer Deeb tiene tiempo para conversar con su magnánimo espíritu, que gimiendo lastimosamente le susurra: “Ay de mí. Si pateas el penal y la pelota no transpone la línea de meta, el primero en dirigirte baldones será Hassan Abdel-Fattah. Su fractura habrá sido en vano, así como todo el esfuerzo derrochado por nuestra heroica selección, nuestra excelsa patria, nuestro inmaculado rey, y Alá, a secas. Si anotas, te convertirás en héroe nacional, es cierto. Pero ¿es eso lo que quieres? ¿Es ese tu destino? Recuerda las palabras que tu sabio padre solía repetirte cuando niño: “Inútil Amer, no llegarás a ningún lado. Eres igual a tu verdadero padre, el inservible de Abdulá. Te haré un anuncio, que espero se grabe profundamente en tu memoria y no olvides nunca jamás: “Un día tendrás en tus pies el destino de tu patria, y lo echarás a perder, como echaste a perder al nacer el otrora terso y raso vientre de tu otrora tersa y rasa madre”””. Patea y erra. Estaba cantado.
El juez pita el final y el pueblo uruguayo estalla en un incontenible éxtasis colectivo. En medio de los festejos, el Pato Celeste irrumpe en la cancha. Nadie nota su extraño caminar, errante, lento, aturdido. ¿Es esta la mascota que tantas alegrías y buenos momentos le hizo pasar a la selección? ¿Es este el pato de la gente, del presidente, de Paco, de la garra charrúa, del mate, de las tortafritas? ¿Es este el pato de Dios? No, no lo es. En el entretiempo la inteligencia jordana ha hecho su trabajo. Lo ha convertido en el pato santo de Alá. El falso pato criollo, bandido pero criollo, oculta en su interior una inmensa bomba que detona el Estadio Centenario en menos de lo que canta un gallo. Las 70.000 personas que gritaban enardecidas se fragmentan en pedazos de carne y sangre, que riegan el Cerro y Carrasco, por igual.
En las radios sigue resonando la voz de un agonizante Víctor Hugo que, pasmado de asombro, no deja de repetir las palabras que segundos antes fueran fuente de toda dicha y de la incontenible algarabía popular: “¡Estamos en Brasil! ¡Estamos en Brasil!”
FIN