
¿La leyenda continúa?
Federer terminó el año fuera del top 10. ¿Podrá volver a ese grupo en 2017?

Después de catorce años en la elite del tenis mundial, Federer volvió a terminar una temporada fuera del top ten del ranking ATP. Tras un 2016 plagado de lesiones, la incógnita está planteada. ¿Podrá el Gran Roger volver a los primeros planos el año que viene o el cuerpo habrá dicho basta?
En los últimos tiempos Roger Federer transmitió una rara sensación; ya convertido en treintañero, su físico privilegiado lucía inoxidable y un pensamiento ciertamente ingenuo nos invadía a los que sentimos devoción por su juego. Quizás el mago de la raqueta podía ser eterno. Sin embargo, durante este 2016, el más grande de todos tuvo una temporada llena de lesiones, incluida una operación de rodilla, que le permitió jugar tan solo 28 partidos.
Por dicho motivo no pudo participar en los quintos Juegos Olímpicos de su carrera y volvió a perderse un torneo de Grand Slam luego de participar en 65 consecutivos. Como si esto fuese poco, por primera vez desde el 2002, el nacido en Basilea terminó el año calendario fuera del top ten del ranking mundial de la ATP. A pesar de todos los contratiempos, su vuelta a las canchas del mundo está prevista para enero en la Copa Hopman, torneo por equipos que sirve como preparación para el Abierto de Australia.
Con 35 abriles en el lomo y el desgaste provocado por dos décadas de alta competencia habrá que ver si el suizo está listo para volver a jugar en las grandes ligas o si por el contrario termina su carrera naufragando en el pelotón. Después de tanta hazaña obtenida y estrés acumulado, el inexorable paso del tiempo está cobrando su factura correspondiente y circunstancias de la naturaleza empiezan a demostrar que Roger es humano, aunque muchas veces no lo parezca.
El calvario de su cuerpo comenzó apenas terminado el Abierto de Australia de este año, cuando sufrió la rotura de menisco de la rodilla izquierda en la semifinal frente a Djokovic y tuvo que ser sometido a la primera operación en 18 años de carrera. Sin dudas un dato que habla a las claras; una prueba elocuente de una salud de hierro que aparentaba ser inquebrantable pero que terminó cediendo ante la lógica perversa de un calendario al mejor estilo picadora de carne que, más tarde o más temprano, te destruye físicamente.
Posteriormente, cuando la pierna ya parecía responder al 100% vinieron los dolores de espalda y otro parate. Se perdió Roland Garros y le puso fin a su interminable racha de campeonatos grandes jugados en hilera; volvió en el césped de Halle y siguió rumbo a su amado Wimbledon, el que podría considerarse como el patio de su casa. La última vez que pisó un court de manera oficial fue en aquella maratónica semifinal disputada el 8 de julio, cuando el canadiense Milos Raonic lo derrotó en cinco sets y lo privó de una nueva definición en la catedral del tenis.
Otra vez fue la rodilla izquierda la encargada de sacarlo del juego y mandarlo a reposar hasta nuevo aviso. Pero esta vez la decisión fue drástica y pensando a futuro; Federer decidió no participar en los Juegos Olímpicos de Río de Janeiro y ponerle fin a su temporada intermitente. En total, ganó 21 partidos y perdió 7; lo que pone de manifiesto su poca actividad a lo largo del año. De acuerdo a lo manifestado por el hombre en cuestión, la resolución de optar por no volver a competir en 2016 se adoptó pensando en poder prolongar su brillante carrera.
Carrera llena de logros y con frustraciones inevitables, incluso para los gigantes inmortales, aquellos acostumbrados a las mieles del éxito. Roger también aprendió a convivir con el sabor amargo de la derrota, morder el polvo muy a pesar de todo lo que uno ponga de sí; por ejemplo en la época en que Nadal se transformó en su karma o cuando, ya más acá en el tiempo, tuvo que ser el eterno segundo de un Nole Djokovic absolutamente impenetrable y a prueba de balas. Esa es la lección que nos deja y que nos impulsa a abrirle un crédito a su retorno; siendo el mejor de la historia del tenis aprendió a lidiar con el hecho de que podía tropezar, caer, ser superado. Más allá de eso lo siguió intentando y perduró en el selectísimo grupo de los top ten cuando ya muchos lo daban por muerto.
17 torneos de Grand Slam, 24 de Masters 1000, 6 Masters de fin de año, 88 títulos en total y 302 semanas como número uno del mundo son algunos numeritos de una trayectoria inmaculada que ya está escrita en los libros con letras de oro. Rebosante de profesionalismo y perseverancia, pero también de un espíritu amateur que lo mantuvo hasta el día de hoy con el apetito de un caníbal, como no queriendo dar el brazo a torcer ante el llamado del reloj biológico. Como desentendido de sus conquistas épicas y sus hitos indelebles, Federer es un adicto al juego, a la competencia y a la gloria por la gloria misma.
Como tal deberíamos, por lo menos, darle el beneficio de la duda y creer que más allá de que sus piernas, brazos o espalda estén padeciendo los efectos colaterales del tiempo, el hambre y las ganas de una leyenda viviente permanecen intactos.
En los últimos tiempos Roger Federer transmitió una rara sensación; ya convertido en treintañero, su físico privilegiado lucía inoxidable y un pensamiento ciertamente ingenuo nos invadía a los que sentimos devoción por su juego. Quizás el mago de la raqueta podía ser eterno. Sin embargo, durante este 2016, el más grande de todos tuvo una temporada llena de lesiones, incluida una operación de rodilla, que le permitió jugar tan solo 28 partidos.
Por dicho motivo no pudo participar en los quintos Juegos Olímpicos de su carrera y volvió a perderse un torneo de Grand Slam luego de participar en 65 consecutivos. Como si esto fuese poco, por primera vez desde el 2002, el nacido en Basilea terminó el año calendario fuera del top ten del ranking mundial de la ATP. A pesar de todos los contratiempos, su vuelta a las canchas del mundo está prevista para enero en la Copa Hopman, torneo por equipos que sirve como preparación para el Abierto de Australia.
Con 35 abriles en el lomo y el desgaste provocado por dos décadas de alta competencia habrá que ver si el suizo está listo para volver a jugar en las grandes ligas o si por el contrario termina su carrera naufragando en el pelotón. Después de tanta hazaña obtenida y estrés acumulado, el inexorable paso del tiempo está cobrando su factura correspondiente y circunstancias de la naturaleza empiezan a demostrar que Roger es humano, aunque muchas veces no lo parezca.
El calvario de su cuerpo comenzó apenas terminado el Abierto de Australia de este año, cuando sufrió la rotura de menisco de la rodilla izquierda en la semifinal frente a Djokovic y tuvo que ser sometido a la primera operación en 18 años de carrera. Sin dudas un dato que habla a las claras; una prueba elocuente de una salud de hierro que aparentaba ser inquebrantable pero que terminó cediendo ante la lógica perversa de un calendario al mejor estilo picadora de carne que, más tarde o más temprano, te destruye físicamente.
Posteriormente, cuando la pierna ya parecía responder al 100% vinieron los dolores de espalda y otro parate. Se perdió Roland Garros y le puso fin a su interminable racha de campeonatos grandes jugados en hilera; volvió en el césped de Halle y siguió rumbo a su amado Wimbledon, el que podría considerarse como el patio de su casa. La última vez que pisó un court de manera oficial fue en aquella maratónica semifinal disputada el 8 de julio, cuando el canadiense Milos Raonic lo derrotó en cinco sets y lo privó de una nueva definición en la catedral del tenis.
Otra vez fue la rodilla izquierda la encargada de sacarlo del juego y mandarlo a reposar hasta nuevo aviso. Pero esta vez la decisión fue drástica y pensando a futuro; Federer decidió no participar en los Juegos Olímpicos de Río de Janeiro y ponerle fin a su temporada intermitente. En total, ganó 21 partidos y perdió 7; lo que pone de manifiesto su poca actividad a lo largo del año. De acuerdo a lo manifestado por el hombre en cuestión, la resolución de optar por no volver a competir en 2016 se adoptó pensando en poder prolongar su brillante carrera.
Carrera llena de logros y con frustraciones inevitables, incluso para los gigantes inmortales, aquellos acostumbrados a las mieles del éxito. Roger también aprendió a convivir con el sabor amargo de la derrota, morder el polvo muy a pesar de todo lo que uno ponga de sí; por ejemplo en la época en que Nadal se transformó en su karma o cuando, ya más acá en el tiempo, tuvo que ser el eterno segundo de un Nole Djokovic absolutamente impenetrable y a prueba de balas. Esa es la lección que nos deja y que nos impulsa a abrirle un crédito a su retorno; siendo el mejor de la historia del tenis aprendió a lidiar con el hecho de que podía tropezar, caer, ser superado. Más allá de eso lo siguió intentando y perduró en el selectísimo grupo de los top ten cuando ya muchos lo daban por muerto.
17 torneos de Grand Slam, 24 de Masters 1000, 6 Masters de fin de año, 88 títulos en total y 302 semanas como número uno del mundo son algunos numeritos de una trayectoria inmaculada que ya está escrita en los libros con letras de oro. Rebosante de profesionalismo y perseverancia, pero también de un espíritu amateur que lo mantuvo hasta el día de hoy con el apetito de un caníbal, como no queriendo dar el brazo a torcer ante el llamado del reloj biológico. Como desentendido de sus conquistas épicas y sus hitos indelebles, Federer es un adicto al juego, a la competencia y a la gloria por la gloria misma.
Como tal deberíamos, por lo menos, darle el beneficio de la duda y creer que más allá de que sus piernas, brazos o espalda estén padeciendo los efectos colaterales del tiempo, el hambre y las ganas de una leyenda viviente permanecen intactos.