Chapeau, Shapo

La historia de Shapovalov, del niño que emigró de medio oriente al hombre que aspira a grandes cosas en el tenis.

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Foto: ATP World
Calurosa noche del 10 de agosto. Rafa tiene match point en contra y la ciudad de Montreal arde en llamas. El responsable es Denis Shapovalov, adolescente de origen israelí nacionalizado canadiense, que a los 18 años y 3 meses no repara en los pergaminos que están del otro lado de la red. 

Espera el saque con la adrenalina atravesando sus ojos desorbitados y todos intuimos la tensión que lo paralizará; el número 143 del ranking es escéptico ante nuestra desconfianza unánime y consuma el batacazo con el enésimo drive ganador. Así se transforma este ilustre desconocido en el tenista más joven de la historia en llegar a cuartos de final de un Masters 1000. 

Mannarino es su próxima víctima camino a semifinales, donde la aventura desenfrenada choca de frente ante Alexander Zverev, veinteañero ya consolidado entre los mejores. Luego de una semana soñada en tierras locales, el purrete descarado viaja sin escalas al puesto 67 de la clasificación y está en condiciones de entrar directamente al cuadro principal del inminente Us Open. ¿Pero cómo se gestó esta historia única y llena de desenfado? 

Shapovalov nació el 15 de abril de 1999 en Tel Aviv (Israel), rodeado por guerra y odio, producto de un conflicto que hace décadas sacude Medio Oriente; entre bombas y destrucción llegó al mundo este zurdo rebosante de osadía, capaz de plantarse ante el mismísimo Nadal y pegarle a cada pelota como si fuese la última. Tenía cuatro añitos cuando pisó suelo canadiense junto a su madre católica y padre judío, quienes además de formar uno de los tantos matrimonios mixtos del universo, engendraron este diamante en bruto. 

A los cinco, ya instalado en Norteamérica, agarró por primera vez una raqueta y nunca volvió a soltarla. Hasta hoy es entrenado por Mamá Tessa, quien abrió su propio club en Vaughan (ciudad localizada en Toronto). Allí​ comenzó el periplo junto a muchos otros chicos; todos con los mismos sueños, aunque con una empinada ruta por recorrer. Entre octubre de 2013 y abril del 2014 ganó sus dos primeros torneos juveniles, ambos en Burlington, territorio estadounidense. 

Transcurría julio del año pasado cuando tuvo el clímax de su efímera carrera junior; campeón en Wimbledon y flamante número dos del planeta. Decidió hacerse profesional partiendo del puesto 1130; menos de 365 días después, en enero de este año ya ocupaba el 250. Ascenso vertiginoso, como su juego siempre capaz de retar a cualquiera, independientemente de los nombres propios.

El punto de inflexión en su incipiente anecdotario sucedió el pasado 5 de febrero en el quinto punto de la eliminatoria de Copa Davis que enfrentó a Canadá y Gran Bretaña. Dos sets abajo ante Kyle Edmund, tras sufrir un nuevo quiebre de servicio Denis fue presa de la ira y lanzó una bola que impactó de lleno en el ojo del francés Arnaud Gabas, juez de silla en aquel match. Descalificación automática, verguenza mayúscula y disculpas con lágrimas incluidas del niño en cuestión.  

De allí en más la metamorfosis. Levantó el trofeo en los Challenger de Drumondville y Gatineau, ciudades de su país adoptivo y aterrizó en Montreal, donde ratificó sentirse como pez en el agua jugando de local.  En seis días ganó la misma cantidad de encuentros (4) que en el resto de su corta trayectoria. Dueño de una derecha letal, revés con top elegante y saque devastador, el juego en la red es su punto débil. Capaz de meter la más difícil y errar la más fácil, ser irregular es parte de esa esencia que vive y muere arriesgando.    

Ahora lo más difícil; ratificar credenciales y trascender esta semana de gloria, conviviendo con la frustración que inevitablemente vendrá. Madurar a los tropezones, pero sin extraviarse en el camino. Lidiando con  luces, flashes y nuevos amigos. El futuro solo depende de él porque más allá de la técnica y el estilo, este hombre con cara de niño tiene el don de la irreverencia; aquel imprescindible para desafiar cualquier orden preestablecido.