Derribando muros
Se cumplieron 25 años de la muerte de Arthur Ashe, tenista que reivindicó a la raza negra en el deporte blanco.
Tal vez el lector conozca poco de las proezas del hombre a quien está dedicada esta nota. Que llegó a ser el número dos del mundo, que fue el primer afroamericano en ganar diversos Grand Slams y en ser citado para formar parte del equipo norteamericano de Copa Davis en 1963. Quizás si sepa que el Estadio más grande del planeta ubicado en Flushing Meadows tiene su nombre a causa de tanta grandeza y de una incansable lucha por abrir las puertas del “deporte blanco”, pero más aún por haber trascendido los límites de su actividad.
Y es que el inmortal Artur Ashe siempre será recordado mayormente por el humanismo a flor de piel antes que por la enorme carrera profesional que lo distinguió. El pasado martes 6 de febrero se cumplieron 25 años de la muerte del negro pionero y mejor tarde que nunca estas líneas en honor a aquel revolucionario del mundo de las raquetas que se convirtió en el Martin Luther King de una de las disciplinas más elitistas del planeta y a quien el VIH se llevó demasiado pronto cuando aún no había cumplido medio siglo de vida.
Nacido el 10 de julio de 1943 e hijo de una madre que murió prematuramente de preclampsia, creció junto a su padre quien trabajaba en el departamento de recreación y deporte de Richmond, lugar de origen, motivo por el cual vivió en una casa dentro del parque público de la ciudad.
Es por ello que al joven Arthur se le permitía utilizar algunas canchas del complejo. Era un purrete de diez abriles cuando, contra viento y marea, se metió en un territorio que pertenecía exclusivamente a los blancos acomodados, siendo el primer niño de raza negra en disputar algunos certámenes en Maryland. Con veinte recién cumplidos recibió una beca para competir representando a la Universidad de California (UCLA) con la que fue campeón individual y por equipos en 1965, dos años después de haber comenzado su trayecto. El mìtico caballero en cuestión es considerado pieza clave en la transición del tenis antiguo hacia la modernidad, más conocida como Era Abierta, que comenzó en 1968.
Siempre comprometido con la causa de erradicar la desigualdad racial que imperaba (e impera) en Estados Unidos, fue uno de los creadores del torneo ATP de Washington junto a su manager Donald Dell a fines de la década del sesenta (1969), acontecimiento que marcó un antes y un después, generando ese anhelado espacio donde negros y blancos pudiesen convivir sin dilemas. Los astros parecían alinearse en contra de la segregación y había que aprovechar lo propicio del momento; justamente la victoria de Ashe en el Us Open del 68 coincidió con la muerte de Luther King y la firma de los derechos civiles de Lyndon Johnson que prohibían cualquier discriminación en la venta de alquileres e inmuebles.
Lógicamente la labor de Ashe no se limitó a su país, sino que excedió las fronteras, llegando incluso a Sudáfrica, cuna del Apartheid. La conciencia social que lo caracterizó desde siempre unida a su condición de célebre estrella del deporte lo impulsaron a intentar jugar partidos de exhibición en la tierra de Mandela con el objetivo de reparar lo que se había roto a lo largo de tantos años. Sin embargo, la visa le fue denegada una y otra vez, hasta que en 1973 pudo finalmente jugar en el Abierto de Sudáfrica, luego de ejercer una gran presión.
“No quiero ser recordado por mis logros tenísticos, eso no es ninguna contribución para la sociedad. Eso fue puramente egoísta; eso fue para mí”, es la frase que pinta de cuerpo y alma a un ser humano empecinado en romper estigmas, quebrar barreras, evadiendo todo egocentrismo que pudiese opacar la causa colectiva.
A pesar de su noble deseo, el legado de la cancha también es imborrable. Ganador de tres Davis como jugador, dos como capitán, tres veces campeón de torneos grandes (Australia y Wimbledon además de su consagración en Nueva York como local), dueño de 33 trofeos ATP de singles y 14 de dobles y nombrado como el tenista del año en 1975 independientemente de no haber llegado a la cima del ránking, Arthur Robert Ashe Jr. se ha transformado en ícono ineludible del siglo XX, un monumento, un muerto cada vez más vivo que agiganta su figura con el paso del tiempo.