Lágrimas de campeón
El llanto de Murray luego de ganar un partido recorrió el mundo
Foto: EFE
181 minutos después de comenzada la lucha sobre el cemento azul de Washington DC y tras un match repleto de vaivenes Andy Murray derrota a un rumano de poca monta llamado Marius Copil accediendo a la ronda de los ocho mejores en el tradicional torneo de la capital estadounidense; un llanto sin fin atraviesa pantallas y fronteras pero no refleja la emoción del triunfo ocasional, sino la angustia contenida por alguien que permaneció once meses fuera de juego gracias a una severa lesión en la cadera y hoy necesita volver a sentirse pleno adentro de un court.
Es la furiosa catarsis de aquel que ayer supo ocupar la cima del universo y hoy debe convivir con la frustración de naufragar por un puesto 375 tan mentiroso como real. Por primera vez en más de un año el escocés logra tres victorias consecutivas y llora a moco tendido como si fuese un niño que da los primeros pasos en el circuito. A pesar del posterior retiro en cuartos debido a la fatiga, todo se convierte en relativo ante lo absoluto de esta escena tan amateur y fuera de época.
Quien conozca en profundidad la brillante carrera del ex número uno del mundo y múltiple campeón de grand slam sabrá que un partido de octavos de final frente al número 93 del ranking en un torneo categoría 500 no debería significar más que otra rutinaria jornada en la oficina. Sin embargo, existen intangibles que exceden largamente un currciulum con 45 títulos individuales, dos Wimbledon, un Us Open, dos medallas de oro olímpicas o una Copa Davis; muchos le llaman fuego sagrado, otros hacen referencia a la lucha interna contra uno mismo, el levantarnos cuando parece que la caída es definitiva y por sobre todas las cosas un infinito apego al instinto de superación.
Más allá de premios, publicidades y trofeos son los sueños del niño interior los que provocan esta catarata de sensaciones a flor de piel que emanan por los ojos del hombre en cuestión. Es la pelea denodada por retornar a la alta competencia que lo empuja a no rendirse y permanecer más de ocho horas en cancha en menos de cuatro días; dos treinta y cinco frente al local Mc Donald, dos treinta y seis ante su compatriota Edmund y las tres mencionadas versus Copil. Irremediablemente el cuerpo, aún en proceso de recuperación, dice basta antes de saltar al court principal y encarar al australiano Alex De Miñaur, en lo que hubiese sido un atractivo duelo de generaciones.
Esta historia de reconstrucción aún no culminada empezó trece meses atrás, luego de la derrota sufrida en el All England Club a manos de Querrey. El nacido en Glasgow se pérdería el resto de la temporada y, si todo marchaba bien, volvería en enero sin necesidad de pasar por el quirófano. Ya en Melbourne, a pocos días de retomar su periplo por el circuito, decidió retirarse del Abierto de Australia, confirmando la tan temida cirugía de cadera que retrasaría hasta el 18 de junio el ansiado retorno.
Queens fue el escenario elegido, Kyrgios victimario de turno y los espectadores británicos testigos privilegiados de ese volver a empezar que no sería color de rosas. Antes de desembarcar en Norteamérica, Murray obtuvo una sola victoria de tres posibles en 2018; frente al suizo Wawrinka en Eastbourne y sobre césped, antes de la dolorosa decisión que significó no jugar en la catedral debido a no sentirse óptimo física y mentalmente para afrontar batallas a cinco sets. Aunque los números digan poco cuando toca relatar la crónica de un campeón mal herido, vale la pena destacar que esta semana, “Braveheart” (corazón valiente) escaló 457 posiciones (siete días atrás aparecía 832) en la clasificación de la ATP, transmitiendo buenas sensaciones de cara al futuro.
El hermetismo del entorno y la falta de un calendario preestablecido despiertan la incógnita sobre su estado; lo públicamente conocido es que se bajó del Masters 1000 de Toronto que se disputa esta semana sobre cemento y sirve como preparación para el Us Open. La estrategia evidente radica en un paso a paso extremadamente cauteloso y sin quemar etapas, siempre alerta a las señales del cuerpo.
“Fuerza Andy Murray. Esto significa amor al deporte”, publicó Jelena Ristic (esposa de Djokovic) en Twitter luego de las lágrimas que conmovieron al planeta entero, quizás en una muestra de empatía teniendo en cuenta lo que le tocó a vivir a su marido hasta no hace mucho tiempo. Podríamos decir que la admiración de la bella rubia es la que sentimos todos quienes amamos el tenis.
Saber que los dioses de la raqueta también lloran y pueden ser vulnerables hasta el padecimiento no hace más que humanizarlos, los desmitifica y nos hace sentir más cerca de ellos. Pero es ese poder de reinvención frente al golpe de aparente nocaut el que los distingue y eterniza; siempre erguidos ante la posibilidad latente del fracaso, en las buenas y en las malas mucho más.
Es la furiosa catarsis de aquel que ayer supo ocupar la cima del universo y hoy debe convivir con la frustración de naufragar por un puesto 375 tan mentiroso como real. Por primera vez en más de un año el escocés logra tres victorias consecutivas y llora a moco tendido como si fuese un niño que da los primeros pasos en el circuito. A pesar del posterior retiro en cuartos debido a la fatiga, todo se convierte en relativo ante lo absoluto de esta escena tan amateur y fuera de época.
Quien conozca en profundidad la brillante carrera del ex número uno del mundo y múltiple campeón de grand slam sabrá que un partido de octavos de final frente al número 93 del ranking en un torneo categoría 500 no debería significar más que otra rutinaria jornada en la oficina. Sin embargo, existen intangibles que exceden largamente un currciulum con 45 títulos individuales, dos Wimbledon, un Us Open, dos medallas de oro olímpicas o una Copa Davis; muchos le llaman fuego sagrado, otros hacen referencia a la lucha interna contra uno mismo, el levantarnos cuando parece que la caída es definitiva y por sobre todas las cosas un infinito apego al instinto de superación.
Más allá de premios, publicidades y trofeos son los sueños del niño interior los que provocan esta catarata de sensaciones a flor de piel que emanan por los ojos del hombre en cuestión. Es la pelea denodada por retornar a la alta competencia que lo empuja a no rendirse y permanecer más de ocho horas en cancha en menos de cuatro días; dos treinta y cinco frente al local Mc Donald, dos treinta y seis ante su compatriota Edmund y las tres mencionadas versus Copil. Irremediablemente el cuerpo, aún en proceso de recuperación, dice basta antes de saltar al court principal y encarar al australiano Alex De Miñaur, en lo que hubiese sido un atractivo duelo de generaciones.
Esta historia de reconstrucción aún no culminada empezó trece meses atrás, luego de la derrota sufrida en el All England Club a manos de Querrey. El nacido en Glasgow se pérdería el resto de la temporada y, si todo marchaba bien, volvería en enero sin necesidad de pasar por el quirófano. Ya en Melbourne, a pocos días de retomar su periplo por el circuito, decidió retirarse del Abierto de Australia, confirmando la tan temida cirugía de cadera que retrasaría hasta el 18 de junio el ansiado retorno.
Queens fue el escenario elegido, Kyrgios victimario de turno y los espectadores británicos testigos privilegiados de ese volver a empezar que no sería color de rosas. Antes de desembarcar en Norteamérica, Murray obtuvo una sola victoria de tres posibles en 2018; frente al suizo Wawrinka en Eastbourne y sobre césped, antes de la dolorosa decisión que significó no jugar en la catedral debido a no sentirse óptimo física y mentalmente para afrontar batallas a cinco sets. Aunque los números digan poco cuando toca relatar la crónica de un campeón mal herido, vale la pena destacar que esta semana, “Braveheart” (corazón valiente) escaló 457 posiciones (siete días atrás aparecía 832) en la clasificación de la ATP, transmitiendo buenas sensaciones de cara al futuro.
El hermetismo del entorno y la falta de un calendario preestablecido despiertan la incógnita sobre su estado; lo públicamente conocido es que se bajó del Masters 1000 de Toronto que se disputa esta semana sobre cemento y sirve como preparación para el Us Open. La estrategia evidente radica en un paso a paso extremadamente cauteloso y sin quemar etapas, siempre alerta a las señales del cuerpo.
“Fuerza Andy Murray. Esto significa amor al deporte”, publicó Jelena Ristic (esposa de Djokovic) en Twitter luego de las lágrimas que conmovieron al planeta entero, quizás en una muestra de empatía teniendo en cuenta lo que le tocó a vivir a su marido hasta no hace mucho tiempo. Podríamos decir que la admiración de la bella rubia es la que sentimos todos quienes amamos el tenis.
Saber que los dioses de la raqueta también lloran y pueden ser vulnerables hasta el padecimiento no hace más que humanizarlos, los desmitifica y nos hace sentir más cerca de ellos. Pero es ese poder de reinvención frente al golpe de aparente nocaut el que los distingue y eterniza; siempre erguidos ante la posibilidad latente del fracaso, en las buenas y en las malas mucho más.