Benjamín y los espejos
Del barrio, la infancia, el básquetbol, los amigos y las almas que se van.
La infancia de Benjamín es como la infancia de todos. Salvo un pequeño misterio, el resto de las cosas son más o menos iguales para él, que para cualquiera de sus vecinos. Nacer en Montevideo cerca de los 70 implica que algunas cosas te van a pasar o pasar. El jardín será el del barrio, el barrio será Palermo, en Palermo será la escuela. Barrio Sur, la frontera.
Los primeros amigos de Benjamín, como los de cualquiera, son los primos, los que comparten el caserón de la calle Ansina. En bandada, trinando como los pájaros, la primada hace suyos los patios interminablemente conexos de la vieja construcción, que añora los tiempos de pintura fresca y arreglos frecuentes.
Los segundos amigos aparecen cuando la cosa ya no es puertas adentro. Ahora, a los primos, se suman los que viven más cerca de la casa, los que pueden ir a pasar tardes enteras en el caserón familiar y volver solitos, caminando siempre por la misma vereda, sin cruzar la calle, obvio.
El próximo nivel de amistad lo conforman los amigos de la escuela, que viven en lugares tan lejanos como a dos cuadras de su casa. Benjamín, que ya es Benja hace rato, y a veces es Ben, tiene más amigos que los que se pueden contar con los dedos de las manos. No hay tiempo libre para casi nada que no sea la escuela y los juegos. Como cualquier niño de cualquier barrio, que es lo que es, en definitiva, Benjamín.
Tiene, eso sí, una familia conservadora. En el sentido menos político de la palabra. En el sentido más lindo, si se quiere, de la palabra. El de conservar algunas cosas: tradiciones, rituales familiares. La radio se puede oír casi sin pausas, pero la televisión no, casi nunca. Solo cuando hay algún evento muy especial, pero a Benjamín eso no le interesa, nunca. Así que cuando los adultos del caserón, que son como 20, se juntan a ver un discurso del presidente, que en esa época lleva uniforme, se va a jugar a otro patio.
Los juegos en la calle están limitados a las horas muertas entre la escuela y la penumbra. Antes de que el sol abandone las calles de Palermo, Benjamín ya está de vuelta en casa. Una vez no estuvo de vuelta, y su tía lo fue a buscar a la esquina con la cara de mala más mala que Benjamín había visto nunca. Así que Benjamín, que es chico pero no bobo, vuelve a su casa cuando el sol ya no se ve, pero todavía hay luz.
Dentro de las tradiciones familiares, hay una que a Benjamín la resulta rara. Su madre y su padre, como sus abuelos, y los que están atrás de los abuelos, tienen una guía para su vida, algunos la respetan más, otros menos. Benjamin nunca entendió del todo ese amor por los dioses, y sobre todo ese miedo a los espejos.
Los más viejos de la casa dicen que el espejo se roba el alma, que cuando te reflejás en uno, una partecita tuya se va andasaberdónde, y que no vuelve, como los niños desobedientes cuando cae el sol. En el caserón, por lo tanto, no hay espejos, y además durante años Benjamín los esquiva, lo cual, en definitiva, implica no reconocer su propia cara más que en alguna foto al azar.
Todo cambió cuando empezó a ir a la casa de Diego, un compañero de sexto cuya familia creía en cosas igual de extrañas, como Dios, aunque sí aceptaba los espejos. Benjamín pasaba rápido por el pasillo anterior al baño, donde estaba el espejo gigante en que se miraba la mamá de Diego antes de ir a la iglesia. La cabeza agachada, para que su alma no fuese capturada.
Pero Benjamín creció, y un día se animó y se miró en el espejo. Pudo ver su cara, que casi no había visto nunca, su cuello de piel gruesa, el pelo duro y rizado. Nunca había visto su sonrisa, sus ojos negros, como todo él. Apenas sabía de su lunar en la pera por los comentarios de los demás. Todas esas cosas vio, pero no un alma salir volando. Así que Benja, cada vez que va a lo de Diego, se mira un ratito a escondidas en el espejo, y no pasa nada.
El básquet llegó por obligación de barrio, pero se quedó, en parte, por los espejos. Benjamín era más que bueno, más que alto, más que fuerte, y en el club todos lo querían. Pero aun si no hubiese sido bueno, si no hubiese sido fuerte, alto y querido, Benjamín hubiese seguido yendo al club.
Los espejos del vestuario del Atenas, cascados y oxidados, le permitían darse el gustito que no podía darse en la casa. Entre los vidrios rotos podía adivinar como su cuerpo y su cara iban creciendo de niño a adolescente, de mini a cadete. El pelo en el pecho, los músculos, una pelusa que un día sería barba.
Benjamín se volvió atlético. Frenaba cuando parecía que iba a arrancar, tiraba cuando estaba por pasar, pasaba cuando estaba por caer. Una pequeña maravilla vestida de celeste y blanco. "El negro", como ya le decían, era la figura de su categoría y de la de arriba. Caminaba por Palermo con la confianza de quien sabe que es reconocido. La gente era su propio espejo que reflejaba su existencia en forma de saludo. "Grande, Negro, fenómeno".
El día que Benjamín se dio cuenta que su familia estaba equivocada, fue en un partido intrascendente de un domingo de tarde contra un rival que es mejor olvidar. Ese día le habían avisado, esa misma mañana, que se iban del caserón. Que la puerta de la calle Ansina no sería más suya, ni de sus tíos, ni de sus primos.
Alguien, un amigo de un presidente de uniforme, decía que su casa, y la de todos sus vecinos eran en realidad ruinas. Las dos manzanas que eran su barrio serían escombros. Benjamín lloró desde las nueve de la mañana hasta que lo llevaron, casi de a rastras a la cancha, para que olvide. Entró con los ojos hinchados y rojos.
"Negro de mierda” le habían dicho muchas veces, y nunca había significado nada. Pero ese día no se lo estaba diciendo solamente un base superado por las fintas, un rival desahuciado. Esas veces, Benjamín entendía al rival, lo saludaba al terminar el partido, sabía que no era fácil aguantar que te metan 35 puntos. Pero esta vez, no eran los 35 puntos, ni el partido. Se lo estaba diciendo el base, pero además el que había decidido que su casa no era su casa, el que había aceptado eso, el de la máquina que iba a demoler, el intendente, el presidente de uniforme, todos.
Así que Benjamín, el negro Benjamín, le encajó una trompada al base, que es el que tenía cerca, y se fue al vestuario. Pasó por delante del espejo, se detuvo, se miró, como siempre, se vio joven, atlético, vio los 35 puntos, vio los saludos del barrio, vio a sus abuelos, se vio triste pero hermoso, y se admiró. Se dio cuenta que su familia había vivido equivocada, que los espejos no roban el alma, pero los seres humanos sí.
Los primeros amigos de Benjamín, como los de cualquiera, son los primos, los que comparten el caserón de la calle Ansina. En bandada, trinando como los pájaros, la primada hace suyos los patios interminablemente conexos de la vieja construcción, que añora los tiempos de pintura fresca y arreglos frecuentes.
Los segundos amigos aparecen cuando la cosa ya no es puertas adentro. Ahora, a los primos, se suman los que viven más cerca de la casa, los que pueden ir a pasar tardes enteras en el caserón familiar y volver solitos, caminando siempre por la misma vereda, sin cruzar la calle, obvio.
El próximo nivel de amistad lo conforman los amigos de la escuela, que viven en lugares tan lejanos como a dos cuadras de su casa. Benjamín, que ya es Benja hace rato, y a veces es Ben, tiene más amigos que los que se pueden contar con los dedos de las manos. No hay tiempo libre para casi nada que no sea la escuela y los juegos. Como cualquier niño de cualquier barrio, que es lo que es, en definitiva, Benjamín.
Tiene, eso sí, una familia conservadora. En el sentido menos político de la palabra. En el sentido más lindo, si se quiere, de la palabra. El de conservar algunas cosas: tradiciones, rituales familiares. La radio se puede oír casi sin pausas, pero la televisión no, casi nunca. Solo cuando hay algún evento muy especial, pero a Benjamín eso no le interesa, nunca. Así que cuando los adultos del caserón, que son como 20, se juntan a ver un discurso del presidente, que en esa época lleva uniforme, se va a jugar a otro patio.
Los juegos en la calle están limitados a las horas muertas entre la escuela y la penumbra. Antes de que el sol abandone las calles de Palermo, Benjamín ya está de vuelta en casa. Una vez no estuvo de vuelta, y su tía lo fue a buscar a la esquina con la cara de mala más mala que Benjamín había visto nunca. Así que Benjamín, que es chico pero no bobo, vuelve a su casa cuando el sol ya no se ve, pero todavía hay luz.
Dentro de las tradiciones familiares, hay una que a Benjamín la resulta rara. Su madre y su padre, como sus abuelos, y los que están atrás de los abuelos, tienen una guía para su vida, algunos la respetan más, otros menos. Benjamin nunca entendió del todo ese amor por los dioses, y sobre todo ese miedo a los espejos.
Los más viejos de la casa dicen que el espejo se roba el alma, que cuando te reflejás en uno, una partecita tuya se va andasaberdónde, y que no vuelve, como los niños desobedientes cuando cae el sol. En el caserón, por lo tanto, no hay espejos, y además durante años Benjamín los esquiva, lo cual, en definitiva, implica no reconocer su propia cara más que en alguna foto al azar.
Todo cambió cuando empezó a ir a la casa de Diego, un compañero de sexto cuya familia creía en cosas igual de extrañas, como Dios, aunque sí aceptaba los espejos. Benjamín pasaba rápido por el pasillo anterior al baño, donde estaba el espejo gigante en que se miraba la mamá de Diego antes de ir a la iglesia. La cabeza agachada, para que su alma no fuese capturada.
Pero Benjamín creció, y un día se animó y se miró en el espejo. Pudo ver su cara, que casi no había visto nunca, su cuello de piel gruesa, el pelo duro y rizado. Nunca había visto su sonrisa, sus ojos negros, como todo él. Apenas sabía de su lunar en la pera por los comentarios de los demás. Todas esas cosas vio, pero no un alma salir volando. Así que Benja, cada vez que va a lo de Diego, se mira un ratito a escondidas en el espejo, y no pasa nada.
El básquet llegó por obligación de barrio, pero se quedó, en parte, por los espejos. Benjamín era más que bueno, más que alto, más que fuerte, y en el club todos lo querían. Pero aun si no hubiese sido bueno, si no hubiese sido fuerte, alto y querido, Benjamín hubiese seguido yendo al club.
Los espejos del vestuario del Atenas, cascados y oxidados, le permitían darse el gustito que no podía darse en la casa. Entre los vidrios rotos podía adivinar como su cuerpo y su cara iban creciendo de niño a adolescente, de mini a cadete. El pelo en el pecho, los músculos, una pelusa que un día sería barba.
Benjamín se volvió atlético. Frenaba cuando parecía que iba a arrancar, tiraba cuando estaba por pasar, pasaba cuando estaba por caer. Una pequeña maravilla vestida de celeste y blanco. "El negro", como ya le decían, era la figura de su categoría y de la de arriba. Caminaba por Palermo con la confianza de quien sabe que es reconocido. La gente era su propio espejo que reflejaba su existencia en forma de saludo. "Grande, Negro, fenómeno".
El día que Benjamín se dio cuenta que su familia estaba equivocada, fue en un partido intrascendente de un domingo de tarde contra un rival que es mejor olvidar. Ese día le habían avisado, esa misma mañana, que se iban del caserón. Que la puerta de la calle Ansina no sería más suya, ni de sus tíos, ni de sus primos.
Alguien, un amigo de un presidente de uniforme, decía que su casa, y la de todos sus vecinos eran en realidad ruinas. Las dos manzanas que eran su barrio serían escombros. Benjamín lloró desde las nueve de la mañana hasta que lo llevaron, casi de a rastras a la cancha, para que olvide. Entró con los ojos hinchados y rojos.
"Negro de mierda” le habían dicho muchas veces, y nunca había significado nada. Pero ese día no se lo estaba diciendo solamente un base superado por las fintas, un rival desahuciado. Esas veces, Benjamín entendía al rival, lo saludaba al terminar el partido, sabía que no era fácil aguantar que te metan 35 puntos. Pero esta vez, no eran los 35 puntos, ni el partido. Se lo estaba diciendo el base, pero además el que había decidido que su casa no era su casa, el que había aceptado eso, el de la máquina que iba a demoler, el intendente, el presidente de uniforme, todos.
Así que Benjamín, el negro Benjamín, le encajó una trompada al base, que es el que tenía cerca, y se fue al vestuario. Pasó por delante del espejo, se detuvo, se miró, como siempre, se vio joven, atlético, vio los 35 puntos, vio los saludos del barrio, vio a sus abuelos, se vio triste pero hermoso, y se admiró. Se dio cuenta que su familia había vivido equivocada, que los espejos no roban el alma, pero los seres humanos sí.