Mi único héroe
Para mi viejo.
Hace poco tiempo, Emiliano Alfaro me cazó diciendo en un ruidoso taxi: "De encontrar una lámpara maravillosa, le hubiese pedido al genio jugar en Boca". Convencido, seguí platicando con Facundo, Emiliano giró la cabeza y todos reímos, menos el tachero que se estaba quedando sin nafta.
Mi viejo hubiese pedido algo parecido. Ambos vimos llorar a Maradona como un niño frente a la 12 cuando se le terminó el fóbal. Ambos lloramos también al unísono. En el ocaso de su carrera lo vi volver con aquella franja amarilla en la cabeza, la caravana dorada sacudiendo la cruz, el candado en la barba, la zurda intacta, y el estilo "mezcla rara de penúltimo linyera y de primer polizón en el viaje a Venus".
Coleccioné mas de doscientas fotos del Diez viviendo en Venus, Nápoles, la estratósfera y Caminito. Cuando cambié de canal me había puesto la camiseta de la franja ancha amarilla sobre el mundo azul oscuro. Era 1998. Yo siempre supe que era la de Palermo.
Mi viejo me enseñó, jugando a las cosas que se parecen, su camiseta de Boca, regalo del gran pianista Miguel Ángel Estrella (piso 4, celda 4, izquierda), aquel a quien la Reina Isabel le mandó un piano mudo para que ejercite sus dedos mágicos en la prisión política.
Hay instantes en los que el amor roza lo eterno. Lo eterno del sentimiento. Entre amigos, entre amantes, entre hermanos. Entre Román y Martín (me jacto de conocerlos porque uno juega como vive) ese instante se dio en el aire. Partió el abrazo desde el cuero negro del botín del diez.
Viajó por Venus, la estratósfera, Buenos Aires y Tokio. Viajó por la historia de un barrio. Viajó por un tango. Y en lo más alto del viaje, el deseo se convirtió en flor de pase. Y el pescador, el titán, el optimista del gol, se dio cuenta. El animal se mueve por el instinto. El olor a gol es su perfume. Y con la tosquedad necesaria para irla matando de a poco en la carrera, enfiló rumbo a la historia y puso el cuerpo -esa materia carnal del alma- cubriéndola a ella como a la percanta.
El gol sonó en la madrugada del Sur como un bandoneón inolvidable, y Palermo y Riquelme se abrazaron. Y Maradona también los abrazó, desde la camiseta que usó el Pepe Basualdo debajo de la azul y oro, para bancarlo en las peores. Porque andar en las peores es ser humano. Y el ser humano es mucho más que Dios.
Y lloramos -porque llorar es sudar el sentimiento- cuando Palermo volvió de la rodilla rebelde y la mandó a guardar con la garúa, y cuando Riquelme pinceló un caño entre las piernas de Yepes. Y sentimos que la vida es impredecible cuando Martín erró aquellos penales. Y hablamos de la grandeza de Román llorando como el niño de Don Torcuato cuando perdió la final.
En el ultimo gol clásico de Riquelme en la iglesia -La Bombonera- mi viejo y yo estábamos abrazados esperando la avalancha que vendría después del pitazo, después de la caricia del cuero con el cuero, después del murmullo de la red, casi al mismo tiempo que el trueno implacable del grito de gol.
Juan Pablo mostraba orgulloso la firma del Titán tatuada en su pecho. El entrañable Lalo lucía el diez de Román en su espalda. Los entiendo. Son el jugador número 12 de Boquita. Son parte de la historia. Parte ineludible de la historia. Amos de la pasión. Juegan y raspan. Tocan y van a buscar. Esperan, en ese entrevero de humo y verticales, la chance de entrar, con el aliento.
Los entiendo, pero yo no puedo ser Riquelmista o Palermista. No puedo elegir. Ni me lo planteo. Solamente doy las gracias de estar vivo y haber visto a estos personajes danzar con lobos en la película de mis ojos. No puedo ser Riquelmista o Palermista, pero sí puedo ser bostero, "subite a mi ilusión súper espor".
Mi viejo hubiese pedido algo parecido. Ambos vimos llorar a Maradona como un niño frente a la 12 cuando se le terminó el fóbal. Ambos lloramos también al unísono. En el ocaso de su carrera lo vi volver con aquella franja amarilla en la cabeza, la caravana dorada sacudiendo la cruz, el candado en la barba, la zurda intacta, y el estilo "mezcla rara de penúltimo linyera y de primer polizón en el viaje a Venus".
Coleccioné mas de doscientas fotos del Diez viviendo en Venus, Nápoles, la estratósfera y Caminito. Cuando cambié de canal me había puesto la camiseta de la franja ancha amarilla sobre el mundo azul oscuro. Era 1998. Yo siempre supe que era la de Palermo.
Mi viejo me enseñó, jugando a las cosas que se parecen, su camiseta de Boca, regalo del gran pianista Miguel Ángel Estrella (piso 4, celda 4, izquierda), aquel a quien la Reina Isabel le mandó un piano mudo para que ejercite sus dedos mágicos en la prisión política.
Hay instantes en los que el amor roza lo eterno. Lo eterno del sentimiento. Entre amigos, entre amantes, entre hermanos. Entre Román y Martín (me jacto de conocerlos porque uno juega como vive) ese instante se dio en el aire. Partió el abrazo desde el cuero negro del botín del diez.
Viajó por Venus, la estratósfera, Buenos Aires y Tokio. Viajó por la historia de un barrio. Viajó por un tango. Y en lo más alto del viaje, el deseo se convirtió en flor de pase. Y el pescador, el titán, el optimista del gol, se dio cuenta. El animal se mueve por el instinto. El olor a gol es su perfume. Y con la tosquedad necesaria para irla matando de a poco en la carrera, enfiló rumbo a la historia y puso el cuerpo -esa materia carnal del alma- cubriéndola a ella como a la percanta.
El gol sonó en la madrugada del Sur como un bandoneón inolvidable, y Palermo y Riquelme se abrazaron. Y Maradona también los abrazó, desde la camiseta que usó el Pepe Basualdo debajo de la azul y oro, para bancarlo en las peores. Porque andar en las peores es ser humano. Y el ser humano es mucho más que Dios.
Y lloramos -porque llorar es sudar el sentimiento- cuando Palermo volvió de la rodilla rebelde y la mandó a guardar con la garúa, y cuando Riquelme pinceló un caño entre las piernas de Yepes. Y sentimos que la vida es impredecible cuando Martín erró aquellos penales. Y hablamos de la grandeza de Román llorando como el niño de Don Torcuato cuando perdió la final.
En el ultimo gol clásico de Riquelme en la iglesia -La Bombonera- mi viejo y yo estábamos abrazados esperando la avalancha que vendría después del pitazo, después de la caricia del cuero con el cuero, después del murmullo de la red, casi al mismo tiempo que el trueno implacable del grito de gol.
Juan Pablo mostraba orgulloso la firma del Titán tatuada en su pecho. El entrañable Lalo lucía el diez de Román en su espalda. Los entiendo. Son el jugador número 12 de Boquita. Son parte de la historia. Parte ineludible de la historia. Amos de la pasión. Juegan y raspan. Tocan y van a buscar. Esperan, en ese entrevero de humo y verticales, la chance de entrar, con el aliento.
Los entiendo, pero yo no puedo ser Riquelmista o Palermista. No puedo elegir. Ni me lo planteo. Solamente doy las gracias de estar vivo y haber visto a estos personajes danzar con lobos en la película de mis ojos. No puedo ser Riquelmista o Palermista, pero sí puedo ser bostero, "subite a mi ilusión súper espor".