Día 4
Diario del año en que no tuvimos deporte
La novela del coronavirus parece un escenario escrito por Saramago. Como aquel de "Ensayo sobre la cCeguera"
¿Nadie se siente viviendo en una distopía? Conocí lo que era una distopía leyendo 1984, con su Gran Hermano omnisciente. También es muy conocido el título Un Mundo Feliz. Sistemas que funcionan de una u otra manera oprimiendo al ciudadano común, al trabajador, gracias a los avances tecnológicos de un futuro hipotético. Pero esto es mucho menos espectacular, mucho menos novelesco.
Le falta esa cuota de enemigo estructural contra el que indignarse y que sea visibilizado como el perpetrador de todas las desgracias. Esto es mucho más cotidiano, gente con un virus, una gripe un tanto particular, y por tanto la narrativa es menos jugosa ¿o no? Capaz que lo que no estamos sabiendo es seleccionar los elementos adecuados para hacer de esta experiencia vital una novela que resulte un clásico.
Decía entonces, que me gustan las distopías, me gusta esa mirada con una gran cuota de imaginación que plantea un escenario alocado, pero que a partir de esa premisa, construye un funcionamiento totalmente lógico y coherente del escenario sobre el que se desarrolla la historia.
Ahora bien. Si hay alguien a quien le he dedicado horas de la vida, es a José Saramago. Y el otro día alguien tiró en un tuit: “Esto es como vivir en una novela de Saramago”. ¡Claro! Eso era, eso era lo que me tenía inquieto desde hacía días. Todito tomado por la cultura moderna y sus formatos, yo sentía que estaba en una serie o en una película, pero no. Esto es una novela, de papel, de tinta y de Saramago.
Por mucho que buscara el ejemplo de la serie que aplicara a este momento, de la película que predijera lo que acá está sucediendo, nada podría compararse con esa mirada del escritor portugués. Por algo fue Premio Nobel. Tenía la capacidad de agarrar un evento en particular que transformara la vida de la sociedad.
Pongamos por ejemplo: la ausencia de la muerte. Y entonces a partir de eso, como mirando la ciudad desde arriba, como si te estuviera comandado el Sims City o el Age of Empires moderno, conseguía explicarte perfectamente cómo funcionaría una sociedad en la que faltara algo tan fundamental como la muerte. El asunto no es solo ese.
Es que, poniendo ahora otro ejemplo: una epidemia de ceguera; Saramago consigue entender cómo eso puede volver a una sociedad disfuncional en sus aspectos estructurales, y al mismo tiempo embarcarte en la aventura de unos pocos personajes que viven eso en carne propia. Con el miedo, las angustias, las pequeñas victorias y derrotas cotidianas y los momentos más íntimos que toman formas totalmente distintas a las habituales. Un verdadero ejercicio de la sensibilidad.
Entonces, si algún día tuviéramos que escribir la novela del coronavirus en Montevideo, buscando imitar la pluma del maestro, tendríamos que contarle al lector cómo se ve la Plaza Independencia vacía un jueves a mediodía. Tendríamos que explicarle al mundo qué decían los políticos en las redes sociales y en las conferencias de prensa a diario. Tendríamos que hablar de efectos concretos como el cierre de un shopping, la suba del dólar, el descalabro de la economía o los estadios vacíos.
Pero más importante que eso, para permitirle a un lector sentir, conmoverse, tendríamos que contarle sobre ese futbolista que ahora ya no va a entrenar cada mañana, que le avisaron que va a estar en el seguro de paro y que mientras tanto tiene que buscarse un lugar en la casa para entrenar las rutinas que le manda el profe. Su mamá, feriante, complicada porque las ventas ya no son las mismas y mientras tanto las cuentas no se pagan solas. Y su abuelo, veterano de más de 70 que hace años anda jodido de los pulmones, metido en la casa solo. Aunque está a una cuadra, no se lo puede ir a visitar, para no ponerlo en riesgo. Como si una vida de fumador mereciera tanto castigo.
O contarle sobre esa atleta, que hace cuatro años entrena y se prepara para clasificar a unos Juegos Olímpicos. Y ahora el mundo le cierra la puerta en la cara, la de su propia casa y le dice: qué importa tu sueño, quedate acá adentro que afuera hay un quilombo bárbaro. ¿Cómo le pedís que no se preocupe? ¿Cómo le explicas que, en realidad, la mamá feriante de aquel compañero del colegio que ahora es futbolista, tiene problemas más graves? ¿Cómo le decís al músculo que siga latiendo, que no se paralice, que en realidad esto es por un ratito pero la vida sigue? Si el panorama pinta negro, ¿quién te convence de lo contrario?
Por suerte tienen la foto en la pared, el video en el celular, la medalla colgando del estante del aparador. Y se acuerdan. Aquel gol soñado para alcanzar el ascenso. Esa carrera interminable, de 1500 metros ¿o eran 1500 kilómetros? con el grito ahogado en la meta y el escalón más alto del podio. El puño apretado, siempre el puño apretado hacia el cielo.
Y entonces, una vez más, ellos vuelven a estar soñando.
¿Y yo? Yo me convertí en el letrista de La Trasnochada, me quiero morir.
Le falta esa cuota de enemigo estructural contra el que indignarse y que sea visibilizado como el perpetrador de todas las desgracias. Esto es mucho más cotidiano, gente con un virus, una gripe un tanto particular, y por tanto la narrativa es menos jugosa ¿o no? Capaz que lo que no estamos sabiendo es seleccionar los elementos adecuados para hacer de esta experiencia vital una novela que resulte un clásico.
Decía entonces, que me gustan las distopías, me gusta esa mirada con una gran cuota de imaginación que plantea un escenario alocado, pero que a partir de esa premisa, construye un funcionamiento totalmente lógico y coherente del escenario sobre el que se desarrolla la historia.
Ahora bien. Si hay alguien a quien le he dedicado horas de la vida, es a José Saramago. Y el otro día alguien tiró en un tuit: “Esto es como vivir en una novela de Saramago”. ¡Claro! Eso era, eso era lo que me tenía inquieto desde hacía días. Todito tomado por la cultura moderna y sus formatos, yo sentía que estaba en una serie o en una película, pero no. Esto es una novela, de papel, de tinta y de Saramago.
Por mucho que buscara el ejemplo de la serie que aplicara a este momento, de la película que predijera lo que acá está sucediendo, nada podría compararse con esa mirada del escritor portugués. Por algo fue Premio Nobel. Tenía la capacidad de agarrar un evento en particular que transformara la vida de la sociedad.
Pongamos por ejemplo: la ausencia de la muerte. Y entonces a partir de eso, como mirando la ciudad desde arriba, como si te estuviera comandado el Sims City o el Age of Empires moderno, conseguía explicarte perfectamente cómo funcionaría una sociedad en la que faltara algo tan fundamental como la muerte. El asunto no es solo ese.
Es que, poniendo ahora otro ejemplo: una epidemia de ceguera; Saramago consigue entender cómo eso puede volver a una sociedad disfuncional en sus aspectos estructurales, y al mismo tiempo embarcarte en la aventura de unos pocos personajes que viven eso en carne propia. Con el miedo, las angustias, las pequeñas victorias y derrotas cotidianas y los momentos más íntimos que toman formas totalmente distintas a las habituales. Un verdadero ejercicio de la sensibilidad.
Entonces, si algún día tuviéramos que escribir la novela del coronavirus en Montevideo, buscando imitar la pluma del maestro, tendríamos que contarle al lector cómo se ve la Plaza Independencia vacía un jueves a mediodía. Tendríamos que explicarle al mundo qué decían los políticos en las redes sociales y en las conferencias de prensa a diario. Tendríamos que hablar de efectos concretos como el cierre de un shopping, la suba del dólar, el descalabro de la economía o los estadios vacíos.
Pero más importante que eso, para permitirle a un lector sentir, conmoverse, tendríamos que contarle sobre ese futbolista que ahora ya no va a entrenar cada mañana, que le avisaron que va a estar en el seguro de paro y que mientras tanto tiene que buscarse un lugar en la casa para entrenar las rutinas que le manda el profe. Su mamá, feriante, complicada porque las ventas ya no son las mismas y mientras tanto las cuentas no se pagan solas. Y su abuelo, veterano de más de 70 que hace años anda jodido de los pulmones, metido en la casa solo. Aunque está a una cuadra, no se lo puede ir a visitar, para no ponerlo en riesgo. Como si una vida de fumador mereciera tanto castigo.
O contarle sobre esa atleta, que hace cuatro años entrena y se prepara para clasificar a unos Juegos Olímpicos. Y ahora el mundo le cierra la puerta en la cara, la de su propia casa y le dice: qué importa tu sueño, quedate acá adentro que afuera hay un quilombo bárbaro. ¿Cómo le pedís que no se preocupe? ¿Cómo le explicas que, en realidad, la mamá feriante de aquel compañero del colegio que ahora es futbolista, tiene problemas más graves? ¿Cómo le decís al músculo que siga latiendo, que no se paralice, que en realidad esto es por un ratito pero la vida sigue? Si el panorama pinta negro, ¿quién te convence de lo contrario?
Por suerte tienen la foto en la pared, el video en el celular, la medalla colgando del estante del aparador. Y se acuerdan. Aquel gol soñado para alcanzar el ascenso. Esa carrera interminable, de 1500 metros ¿o eran 1500 kilómetros? con el grito ahogado en la meta y el escalón más alto del podio. El puño apretado, siempre el puño apretado hacia el cielo.
Y entonces, una vez más, ellos vuelven a estar soñando.
¿Y yo? Yo me convertí en el letrista de La Trasnochada, me quiero morir.