Más allá de la física
Un fundamento ético sobre el estilo de juego del Barça.
Seguramente nadie me crea si digo que empecé a escribir esto -con otro comienzo- unas dos horas antes del inicio del partido, y que corté para ir a la marcha del 8 de marzo ya habiendo asumido que no lo iba a poder ver.
Empecé con la certeza de que, a pesar de su extraordinario poderío futbolístico y su hegemonía en la historia reciente del fútbol, a Barcelona no le iba a alcanzar para darle vuelta la serie a PSG, por lo que quedaría eliminado.
Probablemente fuera cierta la frase que estuvo circulando los días previos, diciendo que si había un equipo en el mundo capaz de hacer un gol tras otro hasta dar vuelta el resultado, era Barcelona, pero aun así, cuatro goles parecían demasiada diferencia. Sabiendo además que el Barça no pasa por la más regular ni brillante de sus temporadas.
La idea era que esta columna sirviera como un minúsculo contrapeso al casi seguro malón de dudas y críticas que todos estos años han esperado agazapadas cada traspié del blaugrana para demostrar que su estilo de juego tiene defectos (como si alguien pensara lo contrario), que no es invencible (ídem), enterrarlo y anunciar, con gusto, el fin de una era que no termina más.
Elogiar a Barcelona con su eliminación fresquita, hacerle un reconocimiento tras la derrota, me parecía más original y necesario, y sobre todo menos demagógico que hacerlo ahora, después de que esos tipos torcieran el curso lógico de los hechos hasta darle un final fantástico e inverosímil, digno de un cuento de Cortázar.
Porque escribir ahora es muy fácil; decir que son unos monstruos y que es el mejor equipo de la historia, podrá ser justo y sincero, pero también ayuda a alimentar el razonamiento binario según el cual ganar está bien y perder está mal, donde únicamente el resultado final, exitoso o fracasado, es el que determina la corrección de los medios utilizados para alcanzarlo: si ganaste, lo que hiciste estuvo bien, aplausos; si perdiste, lo que hiciste estuvo mal, palos.
Esto no pretende ser un repaso de los impresionantes logros del club catalán en los últimos (y ya muchos) años, ni siquiera un elogio al nivel futbolístico mantenido en este tiempo, sea adjudicado a la exquisitez técnica de sus jugadores o a la audacia táctica de sus planteos y su afinadísima ejecución.
La virtud más admirable es su concepción del fútbol y del deporte en general, que se traduce en la elección y la fidelidad hacia un estilo de juego, que no es otra cosa que una determinada forma de jugar. A eso quiero referirme.
Creo que el FC Barcelona invita a pensar el deporte desde una perspectiva metafísica en la más pura etimología de la palabra: “lo que está más allá de la física”, más allá del nivel y de los resultados, de las copas en la vitrina y los contratos publicitarios.
Para argumentar que la idea de juego culé es algo más valorable y trascendente que sus resultados, conviene usar el razonamiento contrafáctico: podría haber quedado eliminado; el juez podría no haber cobrado ese penal a Suárez, Sergi Roberto la podría haber tirado afuera, e incluso el PSG podría haber sido menos mezquino en su planteo y hacer un partido más parejo que lo clasificara tranquilamente.
Todo eso no pasó, pero podría haber pasado, sencillamente porque los hechos, los resultados, son en parte un caprichoso entramado de contingencias, de detalles, pifias y centímetros, y no la consecuencia inexorable de un orden superior.
Analizar el desempeño de un colectivo únicamente en base a los resultados que obtuvo, no solo no resiste el menor pensamiento contrafáctico -porque las cosas podrían haber resultado distintas sin que eso tuviera que ver directamente con la actuación del colectivo, y por lo tanto, no debería alterar su análisis general-, sino que también es altamente perecedero, puesto que hay que tirarlo y comprar otro ante cada cambio en el resultado final.
La idea, en cambio, sobrevive, sobre todo cuando se mantiene más allá de las contingencias del resultado, como sucede con Barcelona. Tener una idea de juego no es, como algunos piensan, diseñar una táctica de partido; una idea de juego es la síntesis de todo un universo conceptual que estructura una manera de ver y de entender el juego, que guía las decisiones y acciones necesarias para jugarlo (recién acá entra la táctica), y, siendo un poco más ambiciosos, que tiene la intención última de transformarlo, de hacerlo algo mejor.
Ahora bien, ¿alguien puede discutir que el Atlético Madrid de Simeone tiene una idea de juego arraigada como pocos y encarnada en un estilo inconfundible? Entonces, ¿hay algún motivo para pensar que la forma de entender y jugar al fútbol del Barça es ciertamente mejor que otras, por ejemplo, que el tan distinto simeonismo? ¿Por qué no pueden ser simplemente dos ideas y estilos de juego contrapuestos pero equivalentes desde un punto de vista ético?
Para quienes opinan que el deporte no es más que una competencia entre rivales con el único fin de ganar, poco importan las ideas de juego, y mucho menos la discusión acerca de sus valores morales. Suelen decir que hay diferentes formas de ganar y que todas son igualmente válidas, porque una cancha no es una clase de filosofía. ¡Como si esa obligación de ganar a toda costa no fuera una norma moral en sí misma, una postura filosófica frente al juego!
Yo pienso que la forma de jugar al fútbol de Barcelona es éticamente mejor que otras -sobre todo mejor que el pragmatismo resultadista mayoritario- porque transmite una concepción y una postura frente al juego más integral, y sobre todo, más digna.
No se trata de andar midiendo la estatura moral de cada estilo de juego para ordenarlos en una escala, pero tampoco se puede desconocer que mientras algunos son planes de acción pensados y ejecutados con el único objetivo de obtener un beneficio casi económico, un resultado favorable, otros -aunque también apuntan a ganar- contribuyen a elevar la esencia del juego. Barcelona es un ejemplo radical y exitoso de estos últimos.
Si hay algo que enseña este equipo es que las formas del juego son, al menos, tan importantes y atendibles como su contenido, incluso que las formas también pueden darle sentido al contenido, y no solo al revés. Es más, en su juego, la forma es el contenido.
Su mayor tesoro es haber hecho un culto de una forma, basados en la convicción de que es una buena manera de jugar, de ganar, y sobre todo de perder. El respeto sagrado a su idea de juego, la coherencia casi terca para jugar siempre a lo que cree y no traicionarse nunca, son cosas realmente admirables. Ojalá todos hiciéramos nuestras actividades con un quinto de la confianza que tienen esos tipos en su manera de jugar.
El Fútbol Club Barcelona dignifica el fútbol porque lo concibe como un juego y no solo como una competencia y un negocio multimillonario. Por supuesto que el fútbol es, en parte, una competencia, y eso conlleva todo un lenguaje económico que sabemos de memoria: ser eficaz, aumentar el rendimiento, cumplir objetivos, obtener resultados.
Pero también es un juego, y el juego es un espacio para la diversión y el disfrute que no debe estar sujeto al imperativo de la productividad o la eficiencia. Esta institución reivindica el costado lúdico del fútbol cuando juega con una creatividad que lleva a los rivales a una torpeza robótica, con un deseo de seguir jugando contra otros que están deseando que termine, con una naturalización del riesgo que deja a los demás como especuladores.
Y por si eso fuera poco, esa forma de jugar al fútbol le ha resultado tremendamente efectiva. Tanto, que cuando los ves compartirse la pelota de un lado al otro, buscando con una paciencia desconcertante el centímetro para el pase aguijonado hasta encontrarlo, siempre hasta encontrarlo, no te queda otra que aceptar eso de que el tiempo le termina dando la razón a aquellos que la tienen.
Empecé con la certeza de que, a pesar de su extraordinario poderío futbolístico y su hegemonía en la historia reciente del fútbol, a Barcelona no le iba a alcanzar para darle vuelta la serie a PSG, por lo que quedaría eliminado.
Probablemente fuera cierta la frase que estuvo circulando los días previos, diciendo que si había un equipo en el mundo capaz de hacer un gol tras otro hasta dar vuelta el resultado, era Barcelona, pero aun así, cuatro goles parecían demasiada diferencia. Sabiendo además que el Barça no pasa por la más regular ni brillante de sus temporadas.
La idea era que esta columna sirviera como un minúsculo contrapeso al casi seguro malón de dudas y críticas que todos estos años han esperado agazapadas cada traspié del blaugrana para demostrar que su estilo de juego tiene defectos (como si alguien pensara lo contrario), que no es invencible (ídem), enterrarlo y anunciar, con gusto, el fin de una era que no termina más.
Elogiar a Barcelona con su eliminación fresquita, hacerle un reconocimiento tras la derrota, me parecía más original y necesario, y sobre todo menos demagógico que hacerlo ahora, después de que esos tipos torcieran el curso lógico de los hechos hasta darle un final fantástico e inverosímil, digno de un cuento de Cortázar.
Porque escribir ahora es muy fácil; decir que son unos monstruos y que es el mejor equipo de la historia, podrá ser justo y sincero, pero también ayuda a alimentar el razonamiento binario según el cual ganar está bien y perder está mal, donde únicamente el resultado final, exitoso o fracasado, es el que determina la corrección de los medios utilizados para alcanzarlo: si ganaste, lo que hiciste estuvo bien, aplausos; si perdiste, lo que hiciste estuvo mal, palos.
Esto no pretende ser un repaso de los impresionantes logros del club catalán en los últimos (y ya muchos) años, ni siquiera un elogio al nivel futbolístico mantenido en este tiempo, sea adjudicado a la exquisitez técnica de sus jugadores o a la audacia táctica de sus planteos y su afinadísima ejecución.
La virtud más admirable es su concepción del fútbol y del deporte en general, que se traduce en la elección y la fidelidad hacia un estilo de juego, que no es otra cosa que una determinada forma de jugar. A eso quiero referirme.
Creo que el FC Barcelona invita a pensar el deporte desde una perspectiva metafísica en la más pura etimología de la palabra: “lo que está más allá de la física”, más allá del nivel y de los resultados, de las copas en la vitrina y los contratos publicitarios.
Para argumentar que la idea de juego culé es algo más valorable y trascendente que sus resultados, conviene usar el razonamiento contrafáctico: podría haber quedado eliminado; el juez podría no haber cobrado ese penal a Suárez, Sergi Roberto la podría haber tirado afuera, e incluso el PSG podría haber sido menos mezquino en su planteo y hacer un partido más parejo que lo clasificara tranquilamente.
Todo eso no pasó, pero podría haber pasado, sencillamente porque los hechos, los resultados, son en parte un caprichoso entramado de contingencias, de detalles, pifias y centímetros, y no la consecuencia inexorable de un orden superior.
Analizar el desempeño de un colectivo únicamente en base a los resultados que obtuvo, no solo no resiste el menor pensamiento contrafáctico -porque las cosas podrían haber resultado distintas sin que eso tuviera que ver directamente con la actuación del colectivo, y por lo tanto, no debería alterar su análisis general-, sino que también es altamente perecedero, puesto que hay que tirarlo y comprar otro ante cada cambio en el resultado final.
La idea, en cambio, sobrevive, sobre todo cuando se mantiene más allá de las contingencias del resultado, como sucede con Barcelona. Tener una idea de juego no es, como algunos piensan, diseñar una táctica de partido; una idea de juego es la síntesis de todo un universo conceptual que estructura una manera de ver y de entender el juego, que guía las decisiones y acciones necesarias para jugarlo (recién acá entra la táctica), y, siendo un poco más ambiciosos, que tiene la intención última de transformarlo, de hacerlo algo mejor.
Ahora bien, ¿alguien puede discutir que el Atlético Madrid de Simeone tiene una idea de juego arraigada como pocos y encarnada en un estilo inconfundible? Entonces, ¿hay algún motivo para pensar que la forma de entender y jugar al fútbol del Barça es ciertamente mejor que otras, por ejemplo, que el tan distinto simeonismo? ¿Por qué no pueden ser simplemente dos ideas y estilos de juego contrapuestos pero equivalentes desde un punto de vista ético?
Para quienes opinan que el deporte no es más que una competencia entre rivales con el único fin de ganar, poco importan las ideas de juego, y mucho menos la discusión acerca de sus valores morales. Suelen decir que hay diferentes formas de ganar y que todas son igualmente válidas, porque una cancha no es una clase de filosofía. ¡Como si esa obligación de ganar a toda costa no fuera una norma moral en sí misma, una postura filosófica frente al juego!
Yo pienso que la forma de jugar al fútbol de Barcelona es éticamente mejor que otras -sobre todo mejor que el pragmatismo resultadista mayoritario- porque transmite una concepción y una postura frente al juego más integral, y sobre todo, más digna.
No se trata de andar midiendo la estatura moral de cada estilo de juego para ordenarlos en una escala, pero tampoco se puede desconocer que mientras algunos son planes de acción pensados y ejecutados con el único objetivo de obtener un beneficio casi económico, un resultado favorable, otros -aunque también apuntan a ganar- contribuyen a elevar la esencia del juego. Barcelona es un ejemplo radical y exitoso de estos últimos.
Si hay algo que enseña este equipo es que las formas del juego son, al menos, tan importantes y atendibles como su contenido, incluso que las formas también pueden darle sentido al contenido, y no solo al revés. Es más, en su juego, la forma es el contenido.
Su mayor tesoro es haber hecho un culto de una forma, basados en la convicción de que es una buena manera de jugar, de ganar, y sobre todo de perder. El respeto sagrado a su idea de juego, la coherencia casi terca para jugar siempre a lo que cree y no traicionarse nunca, son cosas realmente admirables. Ojalá todos hiciéramos nuestras actividades con un quinto de la confianza que tienen esos tipos en su manera de jugar.
El Fútbol Club Barcelona dignifica el fútbol porque lo concibe como un juego y no solo como una competencia y un negocio multimillonario. Por supuesto que el fútbol es, en parte, una competencia, y eso conlleva todo un lenguaje económico que sabemos de memoria: ser eficaz, aumentar el rendimiento, cumplir objetivos, obtener resultados.
Pero también es un juego, y el juego es un espacio para la diversión y el disfrute que no debe estar sujeto al imperativo de la productividad o la eficiencia. Esta institución reivindica el costado lúdico del fútbol cuando juega con una creatividad que lleva a los rivales a una torpeza robótica, con un deseo de seguir jugando contra otros que están deseando que termine, con una naturalización del riesgo que deja a los demás como especuladores.
Y por si eso fuera poco, esa forma de jugar al fútbol le ha resultado tremendamente efectiva. Tanto, que cuando los ves compartirse la pelota de un lado al otro, buscando con una paciencia desconcertante el centímetro para el pase aguijonado hasta encontrarlo, siempre hasta encontrarlo, no te queda otra que aceptar eso de que el tiempo le termina dando la razón a aquellos que la tienen.