La escena duró apenas unos segundos, pero tuvo ese componente de fugaz eternidad. El Maestro Tabárez, puño izquierdo levantado, brazo derecho apoyado en el bastón, en el medio de una gélida noche de julio, rodeado de flashes de celulares que se confundían con los farolitos de un repleto estacionamiento del Aeropuerto Internacional de Carrasco.

Uruguay venía de quedar eliminado del Mundial jugando rematadamente mal. Ni por asomo había tenido el rendimiento de los octavos de final contra Portugal. Pero los miles que fueron esa madrugada a recibir a las selecciones no hablaban del juego, o quizás sí, pero de aquel juego que trasciende a las disposiciones tácticas, a esos detalles de si un jugador ocupa bien su porción de campo o si recepcionó de buena manera una pelota que venía de aire.

Faltaban pocos minutos para las tres de la mañana de un día laboral, y allá estaban algunos uruguayos aguantando el frío con el solo cometido de ver por unos segundos, y de lejos, a los jugadores. En eso me paro a hablar con Tiago que no tendría más de 10 años, le pregunto qué le diría a los jugadores si pudiera hablar con ellos: “Que es muy importante haber quedado en el quinto puesto porque en el Mundial somos muchos países”.

Y así fue cómo me di cuenta que una de las tantas cosas que genera esta selección, es que haya toda una generación de chiquilines uruguayos que son optimistas. Uruguayo optimista, pega en el palo como oxímoron.

Sin duda que hay que discutir si Uruguay puede jugar de otra manera, si se puede sostener el proceso de selecciones una vez que no esté el Maestro y cómo afectará al juego de Uruguay que Godín, Suárez y Cavani cumplan años. Hay que discutirlo sin estridencias y sabiendo que la selección hace rato trascendió el fútbol. Aunque haya que armarse de paciencia para explicar que preguntarse ciertas cosas no implica cuestionar lo construido. Y también aunque el Maestro se enoje una pregunta sí, otra también.