De repartos e igualdad
La mala noticia del igualitarismo del fútbol inglés.
Desde que se conocieron los finalistas de las dos principales competiciones europeas de fútbol muchos seguidores han esbozado causas de este asombroso predominio del fútbol inglés. Liverpool y el Tottenham Hotspur se jugarán todo en la final de la UEFA Champions League el 1º de junio en el Metropolitano de Madrid y, por otro lado, Arsenal y Chelsea deberán hacer un viaje bastante más largo: la capital azerí de Bakú será el escenario para definir al campeón de la UEFA Europa League, el sacrificado torneo consuelo del viejo continente.
Las formas de definición hacen al tema más romántico: definiciones por penales, un gol de visitante en los descuentos, un 4 a 0 frente al Barcelona con gol decisivo tras notable picardía. No se habla tanto de superioridad deportiva neta sino de entereza moral: planteles motivados, triunfo del ingenio y hasta justicia divina.
Para colmo, el líder de la Premier League inglesa y probable campeón si vence este sábado es otro, el Manchester City. Y puede no sorprender que el Manchester United, el más glorioso de la isla, vaya sexto en la Premier detrás de estos cinco porque todavía está el recuerdo de un modesto Leicester City alzándose con el mismo trofeo hace solo tres años, una sorpresa que parece utópica para el resto de las ligas europeas.
Nadie duda de que el fútbol inglés esté viviendo un gran momento más allá de esta primavera boreal. Su selección llegó a semifinales del Mundial de Rusia, algo que no ocurría desde 1990, con un plantel integrado en su totalidad por futbolistas del medio local. Y entre ellos, había jugadores de otros equipos más lejanos a la gloria reciente: Everton, Stoke City, Crystal Palace y Burnley. Por no decir que fue la liga que aportó más al Mundial: 129 deportistas (un 17,53% del total), que son 48 más que la siguiente liga, España, y casi el doble que la tercera: la Bundesliga alemana.
129 deportistas de élite convocados al principal evento mediático del mundo no pueden tener lugar en un puñado de equipos de élite. Para que estén distribuidos en toda una liga es necesario que no haya grandes brechas económicas entre los más poderosos y el resto. Ese argumento es el que esgrimen quienes van un poco más allá del resultado inmediato y encuentran una relación directa entre el nivel del fútbol inglés y su sistema de distribución de ingresos, con varios gráficos que atestiguan ese reparto igualitario.
Hay un sustento semiótico que lo explica bien: en todo sistema de signos (y más si los signos -en este caso, equipos- compiten entre sí) el valor se funda en juegos de diferencias entre los miembros del sistema. Si el nivel es bajo, la diferencia a desarrollar necesaria para doblegar al rival es baja. Si el nivel sube, los equipos más destacados deberán desarrollar capacidades diferenciales más elaboradas.
Y si consideramos que el fútbol por masivo y metafórico es un instrumento fantástico para explicar problemas globales, anclar ideologías y traducir visiones políticas, la justicia distributiva del fútbol inglés se presenta como una evidencia muy potente para reclamar un equilibrio similar en el fútbol uruguayo, primero, y eventualmente en la sociedad toda.
El panorama local con un Peñarol y un Nacional luchando como únicos polos existentes por toda esfera política, deportiva, comercial y cultural y su decadencia internacional parecen la vereda opuesta al modelo exitoso inglés.
No niego los problemas de equilibrio en el poder de los equipos uruguayos, pero me hago otra pregunta: ¿es ese el único problema del fútbol uruguayo? Si pensamos que el modelo inglés es el salvador, ¿aplicarlo con fe ciega resolverá todos nuestros problemas? Lo mismo se decía de la violencia y al final el tema no era tan sencillo. Frases como “el problema es que sociedad es violenta” y “son inadaptados que se disfrazan de hinchas” siguen barajándose como excusas.
Por eso propongo agregar a esa visión economicista una visión más demográfica que actuaría, digamos, como soporte a los intercambios económicos que se dan en el fútbol. El fútbol inglés despierta a estas horas la admiración del mundo futbolístico, pero lo cierto es que los Reds o los Spurs romperán la hegemonía española del Real Madrid y el Barcelona que en diez años han ganado la Champions siete veces en conjunto, incluidas las últimas cinco consecutivas.
El Atlético Madrid, que en ese tiempo perdió dos finales de la Champions frente a sus vecinos de ciudad, al menos pudo conformarse con ganar tres veces la Europa League, al igual que el Sevilla, equipo que se hizo especialista en esta competición ganándola cinco veces desde 2006.
La liga inglesa puede ser igualitarista al distribuir ingresos económicos, pero al igual que la española no tiene un tan buen equilibrio distribuyendo clubes en el territorio. En ese sentido, el fútbol espeja las sociedades en las que vivimos: el éxito se concentra en grandes metrópolis y relega a las ciudades menores y a los pequeños pueblos.
Cuatro clubes ingleses llegaron a las finales de las principales competiciones europeas y tres son del área metropolitana de Londres. Si vemos la actual edición de la Premier League, las cinco principales áreas metropolitanas (Gran Londres, Gran Manchester, Midlands Occidentales, Yorkshire Occidental y Liverpool) que acumulan menos de un tercio de la población inglesa acaparan a 13 de sus 20 equipos.
En España la situación es similar: las áreas de influencia de Madrid, Barcelona, Valencia y Bilbao que suman poco más de un cuarto de la población total concentran sin embargo a 12 de los 20 equipos de Primera División.
Claro, estas proporciones pueden no sorprender a un espectador criollo acostumbrado al cuasi monopolio de los equipos montevideanos en el Campeonato Uruguayo. Pero si entendemos el contexto de las ligas europeas el modelo de concentración de Inglaterra y España es una anomalía que podría relacionarse con el éxito de sus clubes.
En el otro extremo está Francia, un país cuyas narrativas nacionales paradójicamente están fuertemente vinculadas a su capital (haga el esfuerzo de pensar en algo auténticamente francés, pero no parisino). Sin embargo, desde hace muchos años todos los equipos de su Ligue 1 pertenecen a ciudades diferentes. El esfuerzo de llevar la Copa de Francia a territorios de ultramar como Nueva Caledonia, Mayotte o la Polinesia Francesa, con todos los costos logísticos que ello implica para el escaso valor competitivo que aportan, podría ser visto como una lógica moderna de colonialismo, pero también como un intento estoico de descentralizar el deporte.
En Alemania también podemos ver un fenómeno similar al francés. La mayor concentración de equipos y ciudades se puede ver en la macrorregión urbana del Rín-Ruhr al Oeste del país que en la actualidad aloja a poco más de una octava parte de la población nacional y tiene cinco representantes en la Bundesliga sobre un total de 18 equipos: Schalke 04 (de Gelsenkirchen), Fortuna Düsseldorf, Bayer Leverkusen, Borussia Monchengladbach y Borussia Dortmund.
Pero, como puede apreciarse, no hay dos equipos de la misma ciudad. En Alemania las rivalidades no se dan como extensión centrífuga de un derby citadino, sino que implican mecanismos de identificación cultural a nivel nacional: Bayern Munich y Borussia Dortmund suelen representar respectivamente a la Alemania bávara, católica y rural, por un lado, y a la Alemania sajona, protestante e industrial, por otro.
Cuando Alemania fue sede del Mundial en 2006 la elección de algunas sedes pareció impráctica en su momento, pero se reveló acertada con el tiempo si pensamos en cómo descentralizar la hegemonía en el fútbol. El Comité seleccionó Leipzig como una de las sedes para que el Este del país no quedara vacío de juegos mundialistas a pesar de que su equipo más destacado competía en la cuarta división. Años después la empresa Red Bull localizó en esta ciudad a su equipo con el que compite en los primeros puestos de la Bundesliga. Aunque sea sutilmente, el centro de gravedad de la calidad de la competencia alemana se extendió un poco más hacia la vieja República Democrática.
De los italianos se podría decir que están en un paso intermedio: los binomios de las principales áreas como Milán, Turín, Roma y Génova tienen el protagonismo de la Serie A junto a clubes de otras ciudades importantes como Florencia y Nápoles, pero la desproporción no está tan marcada.
Los clubes alemanes y franceses no dominan el panorama europeo como sus pares ingleses y españoles y sus ligas no son las más atractivas del continente, pero sus selecciones nacionales son las dos últimas campeonas del mundo y aquí parece haber una bifurcación importante: ¿debemos catalizar la competitividad de la liga concentrándola en ciertas metrópolis para que sus clubes sean más exitosos o debemos descentralizar la calidad de estas ciudades para tener un deporte territorialmente más extendido, con más representación para las ciudades chicas y eventualmente más competitivo a nivel de selecciones?
En Uruguay lamentablemente tenemos los dos problemas: un fútbol centralizado en Montevideo y polarizado en dos equipos. Cualquiera de los dos caminos abriría la cancha a una liga más competitiva a nivel internacional por lo que el reclamo por un ingreso más redistributivo a todo el sistema de la liga es legítimo, pero si queremos un fútbol más plural y justo tenemos que preguntarnos si antes de equilibrar la balanza entre “cuadros grandes” y “cuadros en desarrollo”, no debemos primero empezar a equilibrarla entre Montevideo y el interior.